SERMON SOBRE LA PURA VIRGEN MARIA,
MADRE DE JESUCRISTO

por Ulrico Zuinglio

Antes de la Primera Conferencia de Zürich, que como es sabido se celebró en el año 1523, y a principios del año 1522 los partidarios de la fe católicorromana acusaron repetidamente a Zuinglio de no respetar la veneración a la Virgen María e incluso —decían— de denigrarla. Ignoramos si el sermón sobre María fue pronunciado. El Reformador lo publicó el 17 de septiembre de 1522 y dedicó el sermón impreso a sus hermanos, Enrique, Nicolás, Wolfgang, Juan y Bartolomé, que, conocedores de las acusaciones mencionadas, estaban bastante inquietos.

El Reformador siempre creyó en la eterna virginidad de María, pero persiste en que María solamente puede ser realmente venerada en su hijo Jesucristo. Cabe decir que Zuinglio orienta hacia una «veneración» (no católica) de María.

En la dedicatoria explica sus ideas a los cinco hermanos, se defiende de las calumnias y califica a los calumniadores de «ciegos que guían a otros ciegos». «Y ya oiréis en este sermón lo que creo y pienso con respecto a la madre de Dios», concluye diciendo. Entre-sacamos, como en otras ocasiones, los más destacados pasajes del sermón.

De María podemos aprender lo que es una fe verdadera que no dudó jamás de las palabras del ángel, aunque no viera a su hijo nunca como un rey terrenal, antes bien lo vio escarnecido, ajusticiado, muerto. Sin embargo, María no dudó en modo alguno de lo que Dios le había mandado decir por el ángel.

El que quiera honrar altamente a María, siga la fe que ella tuvo y no se aparte en ningún caso del Señor Jesucristo. Y si ve que su doctrina es despreciada, re-husada y perseguida, no le haga esto caer en tentación, sino piense en que el poder de la palabra de Dios tanto más se manifiesta cuanto más sea perseguida.

La purísima Virgen aceptó lo que el ángel le aseguraba, porque estaba completamente persuadida de que Dios no diría ni prometería nada que no iba a cumplirse, y dijo al ángel: «Ecce ancilla domini», o sea: «Soy la sierva del Señor; que conmigo acontezca conforme a tus palabras.» Desde el momento en que María cree en el anuncio angélico se llama a sí misma «sierva del Señor».

Por eso debemos aprender de ella el entregarnos a Dios y esto de tal modo que no indaguemos qué recompensa nos espera por las obras que hagamos. Exclamemos, más bien, como María: «Señor, me entrego a ti como siervo tuyo, y Tú obra conmigo según te plazca; cúmplase tu voluntad y no la mía. Si vivimos o morimos, Señor, somos tuyos. Si yo solicitase de Ti grandes cosas, seguramente sería solamente por pura necesidad; porque nuestros deseos se asemejan mucho a los que abrigaban los hijos de Zebedeo (Marc. 10:35). Pero tu espíritu, Señor, que ante Ti habla en favor nuestro e intercede por nosotros, nos ayuda a que por ignorancia erremos menos. Por eso, otórgame una fe tal que ye libremente y sin replicar confíe únicamente en tu gracia y acepte el que Tú determines la recompensa que según tu buena voluntad haya de recibir...»

¿Quién puede dudar de Dios viendo el valeroso corazón de la inmaculada María, que sigue a su hijo cuando todos los hombres le abandonaron; le sigue hasta la cruz sin aquel llanto clamoroso, sin aquellos gestos que ciertos maestros de necedades le atribuyen invocando un supuesto libro de Anselmo? 1 Si María se hubiese comportado tan apanadamente, sus pobres fuerzas no le habrían permitido estar cerca de la cruz. ¡Su fe de corazón, que el Espíritu Santo sostenía, le impidió que dudase o cayese! Por eso contempló valerosamente, aunque con el más profundo dolor, la muerte de su propio hijo, sin vacilar en la fe, sin caer, a pesar de que veía a todos los hombres maltratándole...

Es, por consiguiente, necesario que cada cual sepa que el mayor honor que a María cabe rendir es el tener en cuenta las bondades que su hijo ha tenido para con nosotros, pobres pecadores; tener esto muy en cuenta, venerarlo y acudir a él por gracia. Y es que Dios ha hecho de él la reconciliación en favor de nuestros pe-cados con su propia sangre tal y como creemos en él (Rom. 3:25). Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres, pues dio su vida en rescate por todos los hombres (La Tim. 2:5 sgs.). Por consiguiente, quien tenga seguridad y confianza en el hijo de María es el que mejor honra a ésta; porque todo el honor de María es su hijo.

Si yo preguntase: — ¿Qué es lo más grande de María?; si así preguntase a alguien, sé muy bien que ten-dría que contestar diciendo: —Lo más grande es que de ella nació el Hijo de Dios, que nos ha redimido.

Si el mayor honor de María es su hijo, la mayor honra que a María podemos prestar es reconocer de verdad a ese hijo suyo, amarle sobre todas las cosas y quedarle agradecidos por el bien que nos ha hecho. Cuanto más crezca entre los hombres el honrar y amar a Cristo Jesús, tanto más se acrecentará el honor y la consideración para con María, de la cual nació para nosotros un Señor tan grande y clemente. Y si quieres honrar a María de manera muy especial, entonces imita su pureza, su inocencia y su firme fe.

Nada mejor para estrechar los lazos de amistad que la igualdad de usos y costumbres. Así también nosotros ningún otro camino debemos seguir para llegar a ser verdaderos amigos de los santos de Dios; ningún otro camino nos conducirá a ello sino alzando nuestros ojos al pastor y guardián de nuestras almas, Cristo Jesús, y orientando nuestra vida y conformándola siguiéndole. Así lo hicieron los santos de Dios y en él alcanzaron la bienaventuranza.2

Ciertamente el mayor honor y lo que más gozo inspira a los santos es que nos sintamos movidos por los padecimientos que en el mundo tuvieron y pregonemos ante todos los hombres cuánta fe tenían en lo bueno y cómo, gracias a ello, soportaron la muerte. A los santos honramos y su gozo inspiramos si, por causa de lo que es bueno, obrásemos igual que ellos. De este modo también disfrutaremos de su compañía y de su eterno gozo.

Que Dios quiera concedernos ese gozo, Dios y Padre eternamente, por su Hijo con el Espíritu Santo. Amén.

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1 Se trata de un libro titulado: «Dialogus de passioni domini», atribuido falsamente a Anselmo de Canterbury, que murió en el año 1109. («Diálogo sobre la Pasión del Señor».)
2 Un comentarista contemporáneo dice que el Reformador se refiere a María, Juan, Pedro y Esteban como ejemplos de fe. E. Kunzi, o. a. c., pág. 329.

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