Súplica al Obispo de Constanza

Por Ulrico Zuinglio

El hecho de que Zuinglio se consideraba todavía el año 1522 sujeto a la jerarquía católicorromana lo demuestra el escrito que en dicho ario (2 de julio de 1522) dirigió al obispo de Constanza, a cuya diócesis pertenecía Zürich. Diez hombres ilustres de la ciudad firmaron con Zuinglio el documento que sugería al obispo considerase la abolición del celibato.1

Conviene recordar que dicho obispo había enviado una delegación a Zürich, la cual mantuvo conversaciones los días 7 al 9 de abril con el cuerpo capitular de la «Gran Abadía» y con el Consejo de la ciudad sobre las doctrinas de Zuinglio. Poco después remitió el obispo una «amonestación», razonando que era preciso renunciar a renovaciones y volver a la doctrina tradicional de la Iglesia. Pese a esta amonestación, fechada el 24 de mayo, el Reformador y sus colaboradores dirigieron al obispo el documento sobre el celibato. Por lo que a la amonestación respecta, Zuinglio dio su respuesta el 22 y 23 de agosto con un amplio tratado titulado: «Apologeticus Archeteles», o sea, «Defensa del principio y el fin». Este título no significaba solamente que toda discusión había terminado, sino, a la vez, determinaba la Sagrada Escritura como principio y final de la defensa de la predicación del evangelio por Zuinglio iniciada y mantenida.

Volviendo a la «Súplica al obispo de Constanza», aña-damos que once días más tarde, Zuinglio y los diez teólogos que la habían firmado publicaron otro escrito

semejante, pero dirigido al pueblo en general: «Atenta súplica y amonestación de algunos sacerdotes de la Confederación acerca de que se permita la predicación del santo Evangelio y que nadie se ofenda si los predica-dores se casan para evitar el escándalo». Este folleto, dos veces más extenso que la súplica al obispo de Constanza y escrito en la lengua del pueblo, halló gran resonancia.

Por nuestra parte, vertemos al castellano los pasajes más relevantes de la «Súplica al obispo de Constanza» y señalaremos acto seguido los puntos de la amonestación que el mismo remitió a Zürich.2

«El escándalo es lo más perjudicial para el brote de la simiente de Cristo. Porque, Dios mío, ¿cómo va a confiar el pueblo sencillo en personas que mientras predican el evangelio tienen que ser consideradas fornicarias y más desvergonzadas que un perro? ¿Y hay algo más pernicioso para un ministerio tan santo? Por eso te suplicamos te muestres tan clemente como de ti lo esperamos.3

Ya sabrás, veneradísimo padre, de qué forma tan desdichada y triste han mantenido los sacerdotes desde tiempos antiguos hasta ahora el celibato impuesto y ordenado por pura costumbre. Fácil ha venido siendo el imponerlo, y ojalá hubiese sido igualmente fácil tener la suficiente fuerza de voluntad para cumplirlo. Pero no le plugo a Dios confiar a ningún hombre el garantizar dicho cumplimiento; porque un don divino y angélico ha de venir de manos de Dios y no de los hombres. Así lo muestra Cristo claramente en Mat. 19:10-12. Cristo muestra que la castidad es un don de Dios que algunos habrían de recibir a fin de que reconociesen sin ningún género de duda: Sólo la bondad divina lo logrará, pero no la propia capacidad. Lo mismo se indica en aquel pasaje referente a los eunucos, o sea: Cristo deja que cada cual se decida por guardar el celibato o no guardarlo, y dice: «Entiéndalo quien pueda.» Con esto quería decir que guardasen el celibato aquellos que hubiesen recibido la ayuda de Dios, ya que de otro modo nadie podría guardarlo.

Ya que nosotros (triste es confesarlo, pero al médico han de mostrársele francamente las heridas) hemos ve-nido experimentando que no nos ha sido otorgado aquel don de Dios, hemos cavilado despacio cómo hallar curación, luego de haber fracasado en nuestros intentos de alcanzar la castidad. Y no hemos conseguido remedio mejor y más feliz que el apropiarnos con cuidado las palabras de Cristo antes mencionadas. Yo diría mejor: el rumiarlas. Porque así, en vista de su suavidad, sentimos asco de nosotros mismos, viéndonos atribulados por haber convertido imprudentemente en mandamiento lo que Cristo ha dejado a libre discreción, ya que el mantener la castidad no depende de nuestras fuerzas. Luego, nos acomete una profunda vergüenza, como a Adán, que pretendió ser igual a Dios y, primero, lo que descubrió fue su propia desnudez y experimentó después la ira de Dios y finalmente padeció toda clase de males. ¿Quién no siente profundo arrepentimiento al contemplar las tristes consecuencias de su imprudencia? ¿O no resulta, realmente, pura necedad e incluso desvergüenza el pretender ser como Dios o creerse uno capaz de algo cuya realización es imposible?

Después del asco que sentimos y reconociendo al mismo tiempo nuestra osadía y nuestra flaqueza se nos presenta, despacio y a lo lejos, la esperanza de hallar remedio. Y es que una consideración más a fondo de las palabras de Cristo y de las costumbres de nuestros antecesores con respecto a esta cuestión nos indica que conforme a la voluntad de Dios la cosa es mucho más simple de lo que parece: Cuando Cristo dice: «Entiéndalo quien pueda», no invoca ningún castigo para aquellos que no lo entienden. Antes bien, en vista de la importancia de la cuestión y sin querer obligar a todos, o también, quizás, en vista de nuestra debilidad, que él conoce mejor que nosotros, renunció a despertar falsas esperanzas y concedió libertad. El mismo nos ha otorgado el valor necesario (a nosotros, que casi hubiésemos tenido que desesperar) oyendo que aquellos que no pueden entender las palabras de Cristo no serán castigados por Aquel en cuyas manos está arrojar cuerpo y alma a los infiernos...

En nombre de Cristo, pues, que testimoniamos en común, en nombre de la libertad adquirida por su sangre, en nombre del amor paternal que nos debes e invocando la miseria en que gimen nuestras almas y las heridas de nuestra conciencia y en nombre, finalmente, de todo lo divino y humano te suplicamos: Mira con clemencia a estos que te ruegan, haz desmontar, llevado de tu comprensión, el tinglado tan mal levantado, a fin de que esa mezcolanza alzada contra la voluntad del Padre celestial no se hunda con un estruendo todavía más grande. Ya ves cuán amenazador se presenta el mundo. Por eso es de menester que tu paternidad adopte medidas de precaución y, al mismo tiempo, no tome a mal nuestra súplica. Si no se procura por todos los medios prestar ayuda ahora, llegará el día en que todo el ministerio sacerdotal se vendrá abajo.

No quisiéramos que nos remitas a los acuerdos que tus predecesores tomaron, pues ya estás viendo que obraron a la ligera y vacilando, siempre con la espe-

ranza de que nosotros, castigados antes con la vara, habríamos de aguantar ahora los escorpiones (1 Reyes 12:11).

Hay que tener en cuenta la flaqueza e incluso es preciso correr un riesgo. ¡Dichosa e invencible quedaría la estirpe de los Landenberger.4 Si tú, antes que los demás obispos alemanes, te hicieses cargo de curar conciencias lastimadas! ¿Qué historiador no mencionaría el hecho? ¿Qué eruditos no ensalzarían tu obra? ¡Irradiante luz lo anunciaría a posteriores generaciones! Y tanto el pasado como el ocaso quedarían muy lejos.

Abierta tienes la puerta para llevar la cosa a buen fin. Guárdate, sin embargo, de perder la ocasión por culpa de tu falta de habilidad. Porque la cosa seguirá adelante, aunque nosotros no lo deseemos, y entonces lamentaremos no haber aprovechado la ocasión de hacerla honrosa.

Dios el Creador apoya nuestra súplica, el Creador de los primeros hombres: Adán y Eva, varón y mujer. Igualmente nos apoya el Antiguo Testamento (que es mucho más severo que el Nuevo Testamento), según el cual incluso los Sumos Sacerdotes doblaban su cerviz bajo el pesado yugo del matrimonio. Nos apoya también Cristo, que mantiene la libertad de casarse para no escandalizar a los suyos. El mismo apóstol Pablo se muestra conforme con el matrimonio y hasta lo ordena, siempre que sea guiado por el Espíritu de Dios. Y, finalmente, nos apoya la multitud de los creyentes y comprensivos.

Si echas todo esto a un lado, dudaremos de tu apego a la estirpe que hoy representas, cuyas hazañas, genealogía y retratos5 resultarían inferiores al favor que tú podrías prestarnos.

Si, pese a todo, no te decides a concedérnoslo te rogamos fervientemente que, a lo menos, no eleves ninguna protesta. Hay uno que exige, que exige esto: Cristo.

Te consideramos tan valiente como para llevar a cabo una buena obra sin temer a quienes pueden matar el cuerpo. Por otra parte, será necesario que por lo menos no te opongas a lo que suplicamos. Hay rumores de que algunos sacerdotes ya hace tiempo que han elegido una esposa, y esto no sólo en Suiza, sino que también en muchos otros países. No digamos que no serías capaz de calmar esta inquietud reinante, sino que no habrá tampoco poderes mayores que el tuyo capaces de lograrlo.

Hablamos con la mejor intención. Por humildes que seamos, no nos tases muy por debajo; que a menudo encuentra un hombre humilde la palabra conveniente y buena. Aunque seamos pequeños, somos de Cristo, al cual no despreciarás, antes bien creerás que el aceptar nuestra súplica te hará feliz.

Siempre ensalzaremos tu obra; pero muéstrate como un padre, al cual seguiremos de corazón como hijos obedientes y fieles, hijos que hoy, al presentar lo que les mueve, necesitan de tu consejo ante todo y que en esta cuestión considerada en general como difícil de juzgar buscan refugio en ti.

Que el Dios todopoderoso mantenga tu eminencia largos arios incólume y abrigando la fe verdadera. A tu eminencia suplicamos humildemente que disponga como es justo y conveniente.

María Einsiedeln, en Suiza, 2 de julio 1522
___________
1 Lutero había publicado en Alemania el tratado sobre «Los votos monásticos». León Judae lo tradujo al alemán a mediados del ario 1522. Indudablemente, se inspiraron Zuinglio y sus colaboradores en dicho tratado, escrito también en latín, y la traducción del teólogo León Judae pronto corrió de mano en mano.
2 Texto completo: Finsler, Kühler, Ruegg, o. a. c., págs. 53-60. Selección: E. Künzi, o. a. c., págs. 36-40.
3 Precede a este primer párrafo principal una muy extensa introducción en que se invoca la voluntad de Dios, según la Sagrada Escritura. Inician dicha introducción las siguientes palabras: «Tu Eminencia, veneradísimo padre, se extrañará de lo que significa este comportamiento desusado, esta carta a ti dirigida. Y con razón; porque no solamente solemos extrañarnos de lo desacostumbrado, sino que, a veces, nos maravillamos de ello. Esto es cosa natural. Por lo demás, puedes estar tranquilo con respecto a lo que pasaremos a exponer ante ti: No se trata de ningún caso complicado, sino de un ruego. Convencidos de que eres un señor piadoso y un padre bondadoso, todo lo bueno lo esperamos de ti...»
4 El obispo era de la familia noble alemana de los Landenberg. Referencia al árbol genealógico y los cuadros que representaban a los predecesores del obispo.
5 Referencia al árbol genealógico y los cuadros que representaban a los precederos del obispo.


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