No las confunda, pero tampoco las separe

por J. C. Ryle

Distinción entre la justificación y la santificación

¿En qué concuerdan y en qué difieren? Esta distinción es importantísima, aunque quizás a primera vista no lo parezca. Por lo general las personas muestran cierta predisposición a considerar sólo lo superficial de la fe, y a relegar las distinciones teológicas como «meras palabras» que en realidad tienen poco valor. Me atrevo a exhortar a aquellos que se preocupan por sus almas a que se afanen por obtener nociones claras sobre la santificación y la justificación. Acordémonos siempre de que aunque la justificación y la santificación son dos cosas distintas, en ciertos puntos concuerdan.

Veámoslo en detalle:


Puntos concordantes

Ambas proceden de y tienen su origen en la libre gracia de Dios.
Ambas son parte del gran plan de salvación que Cristo, en el pacto eterno, tomó sobre sí en favor de su pueblo. Cristo es la fuente de vida de donde fluyen el perdón y la santidad. La raíz de ambas está en Cristo.
Ambas se aplican en la misma persona. Los que son justificados son también santificados, y aquellos que han sido santificados, han sido primeramente declarados justos. Dios las ha unido y no pueden separarse.
Ambas comienzan al mismo tiempo. En el momento en que una persona es justificada, empieza también a ser santificada, aunque al principio quizá no se percate de ello.
Ambas son necesarias para la salvación. Jamás nadie entrará en el cielo sin un corazón regenerado y sin el perdón de sus pecados; sin la sangre de Cristo y sin la gracia del Espíritu; sin una disposición apropiada para gozar de la gloria y sin el título para la misma.

Puntos en que difieren

Por la justificación, la justicia de otro –en este caso de Jesucristo– es imputada, puesta en la cuenta del pecador. Por la santificación el pecador convertido experimenta en su interior una obra que lo va haciendo justo en su carácter y personalidad. En otras palabras, por la justificación se nos declara justos, mientras que por la santificación se nos hace justos.
La justicia de la justificación no es propia, sino que es la justicia eterna y perfecta de nuestro maravilloso mediador Cristo Jesús, la cual nos es imputada y hacemos nuestra por la fe. La justicia de la santificación es la nuestra, impartida, inherente e influida en nosotros por el Espíritu Santo, pero mezclada con flaqueza e imperfección.
En la justificación no hay lugar para nuestras obras. Pero en la santificación la importancia de nuestras propias obras es inmensa, de ahí que Dios nos ordene a luchar, a orar, a velar, a que nos esforcemos, afanemos y trabajemos.
La justificación es una obra acabada y completa: en el momento en que una persona cree es justificada, perfectamente justificada. La santificación es una obra relativamente imperfecta; será perfecta cuando estemos en el cielo.
La justificación no admite crecimiento ni es susceptible de aumento. En el momento de acudir a Cristo por la fe, el creyente goza de la misma justificación de la que gozará por toda la eternidad. La santificación es una obra eminentemente progresiva, y admite un crecimiento continuo mientras el creyente viva aquí en la tierra.
La justificación hace referencia a la persona del creyente, a su posición delante de Dios y a la absolución de su culpa. La santificación, en cambio, se refiere a la naturaleza del creyente, y a la renovación moral del corazón.
La justificación nos da el título de acceso al cielo, y confianza para entrar. La santificación nos prepara para el cielo, y nos previene para sus goces.
La justificación es un acto de Dios en referencia al creyente, y no es discernible para los otros. La santificación es una obra de Dios dentro del creyente que no puede dejar de manifestarse a los ojos de los demás.

Ponemos estas distinciones a la atenta consideración de los lectores. Estamos persuadidos de que gran parte de las tinieblas, confusión e incluso sufrimiento de algunas personas muy sinceras se deben a que se confunde y no se distingue la santificación de la justificación. Nunca se podrá enfatizar demasiado el hecho de que son dos cosas distintas, aunque en realidad no pueden separarse, y que el que participa de una ha de participar ineludiblemente de la otra. Pero nunca, nunca, se las debe confundir, ni se debe olvidar la distinción que existe ente las dos.


© Apuntes Pastorales, 1993.Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen 2, número 3


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