Beneficios de la lectura de la Biblia


Por A.W. Pink

ÍNDICE

Las Escrituras y El Pecado

Las Escrituras y Dios

Las Escrituras y Cristo

Las Escrituras y La Oración

Las Escrituras y Las Buenas Obras

Las Escrituras y La Obediencia

Las Escrituras y El Mundo

Las Escrituras y Las Promesas

Las Escrituras y El Gozo

Las Escrituras y El Amor

Las Escrituras y el pecado


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Hay una razón muy seria para creer que gran parte de la lectura de la Biblia y de los estudios bíblicos de los ú1timos años ha sido de muy poco provecho espiritual para aquellos que han realizado la lectura y los estudios. Pero, aún voy a decir más; mucho me temo que en muchos casos, todo ello ha resultado más bien en una maldición que en una bendición. Este es un lenguaje duro, me hago cargo; sin embargo no creo que sea más duro, de lo que requiere el caso. Los dones divinos son mal usados, y se abusa de la misericordia divina. Que esto es verdad lo prueba la escasez de los frutos cosechados. Incluso el hombre natural emprende el estudio de las Escrituras (y lo hace con frecuencia) con el mismo entusiasmo y placer con que podría estudiar las ciencias. Cuando se trata de este caso, su caudal de conocimiento incrementa, pero, lo mismo ocurre con su orgullo. Como el químico ocupado en hacer experimentos interesantes, el intelectual que escudriña la Palabra se entusiasma cuando hace algún descubrimiento en ella; pero, el gozo de este último no es más espiritual de lo que sería el del químico y sus experimentos. Repitámoslo; del mismo modo que los éxitos del químico, generalmente, aumentan su sentimiento de importancia propia y hacen que mire con cierto desdén a otros más ignorantes que él, por desgracia, ocurre esto también con los que han investigado cronología bíblica, tipos, profecía y otros temas semejantes.
La Palabra de Dios puede ser estudiada por muchos motivos. Algunos la leen para satisfacer su orgullo literario. En algunos círculos ha llegado a ser respetable y popular el obtener un conocimiento general del contenido de la Biblia simplemente porque se considera como un defecto en la educación el ser ignorante de la misma. Algunos la leen para satisfacer su sentimiento de curiosidad, como podrían leer otro libro de nota. Otros la leen para satisfacer su orgullo sectario. Consideran que es un deber el estar bien versados en las doctrinas particulares de su propia denominación y por ello buscan asiduamente textos base en apoyo de «sus doctrinas». Aun otros la leen con el propósito de poder discutir con éxito con aquellos que difieren de ellos. Pero, en todos estos casos no hay ningún pensamiento sobre Dios, no hay anhelo de edificación espiritual y por tanto no hay beneficio real para el alma.

¿En qué consiste pues el beneficiarse verdaderamente de la Palabra? ¿No nos da 2ª Timoteo 3:16, 17 una respuesta clara a esta pregunta? Leemos allí: «Toda escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir. para instruir en justicia: a fin de que el hombre de Dios sea enteramente apto, bien pertrechado para toda buena obra.» Obsérvese lo que aquí se omite: la Santa Escritura nos es dada, no para la gratificación intelectual o la especulación carnal, sino para pertrecharnos para «toda buena obra», y para enseñarnos, corregirnos, instruirnos. Esforcémonos en ampliar esto con la ayuda de otros pasajes.

1. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le redarguye o convence de pecado. Esta es su primera misión: revelar nuestra corrupción, exponer nuestra bajeza, hacer notoria nuestra maldad. La vida moral de un hombre puede ser irreprochable, sus tratos con los demás impecables, pero cuando el Espíritu Santo aplica la Palabra a su corazón y a su conciencia, abriendo sus ojos cegados por el pecado para ver su relación y actitud hacia Dios, exclama: «¡Ay de mí, que estoy muerto! » Es así que toda alma verdaderamente salvada es llevada a comprender su necesidad de Cristo. «Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos» (Lucas 5:31). Sin embargo no es hasta que el Espíritu aplica la Palabra con poder divino que el individuo comprende y siente que está enfermo, enfermo de muerte.

Esta convicción que le hace comprender que la destrucción que el pecado ha realizado en la constitución humana, no se restringe a la experiencia inicial que precede inmediatamente a la conversión. Cada vez que Dios bendice su Palabra en mi corazón, me hace sentir cuán lejos estoy, cuán corto me quedo del standard que ha sido puesto delante de mí. «Sed santos en toda vuestra manera de vivir» (1ª Pedro 1: 15). Aquí, pues, se aplica la primera prueba: cuando leo las historias de los fracasos deplorables que se encuentran en las Escrituras, ¿me hace comprender cuán tristemente soy como uno de ellos? Cuando leo sobre la vida perfecta v bendita de Cristo, ¿no me hace reconocer cuán lamentablemente soy distinto de El?

2. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Biblia le hace sentir triste por su pecado. Del oyente como el terreno pedregoso se nos dice que «oye la palabra y al momento la recibe con gozo; pero no tiene raíz en sí mismo» (Mateo 13:20, 21); pero de aquellos que fueron convictos de pecado bajo la predicación de Pedro se nos dice que «se compungieron de corazón» (Hechos 2:37). El mismo contraste existe hoy. Muchos escuchan un sermón florido, o un mensaje sobre «la verdad dispensacional» que despliega poderes de oratoria o exhibe la habilidad intelectual del predicador, pero que, en general, contiene poco material aplicable a escudriñar la conciencia. Se recibe con aprobación, pero la conciencia no es humillada delante de Dios o llevada a una comunión más íntima con El por medio del mensaje. Pero cuando un fiel siervo de Dios (que por la gracia no está procurando adquirir reputación por su «brillantez») hace que la enseñanza de la Escritura refleje sobre el carácter y la conducta, exponiendo los tristes fallos de incluso los mejores en el pueblo de Dios, y aunque muchos oyentes desprecien al que da el mensaje, el que es verdaderamente regenerado estará agradecido por el mensaje que le hace gemir delante de Dios y exclamar: «Miserable hombre de mí.» Lo mismo ocurre en la lectura privada de la Palabra. Cuando el Espíritu Santo la aplica de tal manera que me hace ver y sentir la corrupción interna es cuando soy realmente bendecido.

¡Qué palabras se hallan en Jeremías 31:19!: «Me castigué a mí mismo; me avergoncé y me confundí.» ¿Tienes alguna idea, querido lector, de una experiencia semejante? ¿Te produce el estudio de la Palabra un arrepentimiento así y te conduce a humillarte delante de Dios? ¿Te redarguye de pecado de tal manera que eres llevado a un arrepentimiento diario delante de El? El cordero pascua¡ tenía que ser comido con «hierbas amargas» (Exodo 12:8); y del mismo modo, a los que nos alimentamos de la Palabra, el Santo Espíritu nos la hace «amarga» antes de que se vuelva dulce al paladar. Nótese el orden en Apocalipsis 10:9: «Y me fui hacia el ángel diciéndole que me diese el librito. Y él me dijo: Toma, y cómetelo entero; y te amargará el vientre, pero en tu boca será dulce como la miel.» Esta es siempre la experiencia: debe haber duelo antes del consuelo (Mateo 5:4); humillación antes de ensalzamiento (1ª Pedro 5:6).

3. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le conduce a la confesión de pecado. Las Escrituras son beneficiosas por «corregir» (2ª Timoteo 3:16), y un alma sincera re conocerá sus faltas. Se dice de los que son carnales: «Porque todo aquel que obra el mal, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean redargüidas» (Juan 3:20). «Dios, sé propicio a mi pecador» es el grito de un corazón renovado, y cada vez que somos avivados por la Palabra (Salmo 119) hay una nueva revelación y un nuevo confesar nuestras transgresiones ante Dios. «El que encubre su pecado no prosperará: pero el que lo confiesa y se enmienda alcanzará misericordia» (Proverbios 28:13). No puede haber prosperidad o fruto espiritual (Salmo 1:3), mientras escondemos en nuestro pecho nuestros secretos culpables; sólo cuando son admitidos libremente ante Dios, y en detalle, podemos alcanzar misericordia.

No hay verdadera paz para la conciencia y no hay descanso para el corazón cuando enterramos en él la carga de un pecado no confesado. El alivio llega cuando abrimos nuestro seno a Dios. Notemos bien la experiencia de David: «Mientras callé, se consumieron mis huesos, en mi gemir de todo el día. Porque de día y de noche pesaba sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de estío» (Salmo 313, 4). ¿Es este lenguaje figurativo, aunque vivo, algo ininteligible para ti? ¿0 más bien cuenta tu propia historia espiritual? Hay muchos versículos de la Escritura que no son interpretados satisfactoriamente por ningún comentario, excepto el de la experiencia personal. Bendito verdaderamente es lo que sigue a continuación, que dice: «Mi pecado te declaré y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y Tú perdonaste la maldad de mi pecado» (Salmo 32:5).

4. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra produce en él un profundo aborrecimiento al pecado. «Jehová ama a los que aborrecen el mal» (Salmo 97:10). «No podemos amar a Dios sin aborrecer aquello que El aborrece. No sólo debemos aborrecer el mal y rehusar continuar en él, sino que debemos tomar armas contra él, y adoptar ante él una actitud de sana indignación» (C. H. Spurgeon). Una de las pruebas más seguras a aplicar a la supuesta conversión es la actitud del corazón respecto al pecado. Cuando el principio de la santidad ha sido bien implantado, habrá necesariamente un odio a todo lo que sea impuro. Si nuestro odio al mal es genuino, estamos agradecidos cuando la Palabra corrige incluso el mal que no habíamos sospechado.

Esta fue la experiencia de David: «Por tus mandamientos he adquirido inteligencia; por eso odio todo camino de mentira» (Salmo 119:104). Fijémonos bien, que no dice «abstenerse» sino «odiar». «Por eso me dejo guiar por todos tus mandamientos sobre todas las cosas, y aborrezco todo camino de mentira» (Salmo 119:128). Pero lo que hace el malvado es completamente opuesto: «Pues tú aborreces la corrección y echas a tu espalda mis palabras» (Salmo 50:17). En Proverbios 8:13, leemos: «El temor de Jehová es aborrecer el mal» y este temor procede de leer la Palabra de Dios: véase Deuteronomio 17:18, 19. Con razón se ha dicho: «Hasta que se odia el pecado, no puede ser mortificado; nunca gritarás contra él, como los judíos hicieron contra Cristo: Crucifícale, crucifícale, hasta que el pecado te sea tan aborrecible como El era a ellos» (Edward Reyner, 1635).

5. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le hace abandonar el pecado. «Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo» (2ª Timoteo 2:19). Cuanto más se lee la Palabra con el objetivo definido de descubrir lo que agrada y lo que desagrada al Señor, más conoceremos cuál es su voluntad; y si nuestros corazones son rectos respecto a El, más se conformarán nuestros caminos a su voluntad. Habrá un «andar en la verdad» (3ª Juan 4). Al final de 2ª Corintios 6 hay unas preciosas promesas para aquellos que se separan de los infieles. obsérvese, aquí, la aplicación que el Espíritu Santo hace de ellas. No dice: «Así que, hermanos, puesto que tenemos estas promesas, consolémonos y tengamos satisfacción en las mismas», sino que lo que dice es: «limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2ª Corintios 7: 1).

«Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado» (Juan 15:3). Aquí hay otra regla importante con la cual deberíamos ponernos frecuentemente a prueba nosotros mismos: ¿Produce la lectura y el estudio de la Palabra de Dios en mí una limpieza en mis caminos? Antaño se hizo la pregunta: « ¿Con qué limpiará el joven su camino?», y la divina respuesta fue «con guardar tu Palabra». Sí, no simplemente con leerla, creerla o aprenderla de memoria, sino con la aplicación personal de la Palabra a su «camino». Es guardando exhortaciones como: «Huye de la fornicación» (1ª Corintios 6: 18); «Huye de la idolatría» (1ª Corintios 10: 14); «Huye de estas cosas»: (el amor al dinero); «Huye de las pasiones juveniles» (2ª Timoteo 2:22), que el cristiano es llevado a una separación práctica del mal; porque el pecado ha de ser no sólo confesado sino «abandonado» (Proverbios 28:13).

6. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le fortifica contra el pecado. Las Sagradas Escrituras nos han sido dadas no sólo con el propósito de revelarnos nuestra pecaminosidad innata, y las muchas maneras por las que «estamos destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23), sino también para enseñarnos cómo obtener liberación del pecado, cómo evitar el desagradar a Dios. «En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti» (Salmo 119: 11). Esto es lo que se requiere de nosotros. «Recibe la instrucción de su boca y pon sus palabras en tu corazón» (Job 22:22). Son particularmente los mandamientos, las advertencias, las exhortaciones que necesitamos hacer nuestras y guardar como un tesoro; aprenderlas de memoria, meditar en ellas, orar sobre ellas y ponerlas en práctica. La única manera efectiva de tener un huerto libre de hierbas, es poner plantas y cuidarlas: «Vence con el bien el mal» (Romanos 12:21). Para que la Palabra de Cristo habite en nosotros más «abundantemente » (Colosenses 3: 16), es necesario que haya menos oportunidad para el ejercicio del pecado en nuestros corazones y en nuestras vidas.

No basta con asentir meramente a la veracidad de las Escrituras; se requiere que las recibamos en nuestros afectos. Es de la mayor solemnidad el notar que el Espíritu Santo especifica como base de apostasía el que «no recibieron el amor de la verdad para ser salvos» (2ª Tesalonicenses 2: 10). « Si se queda solo en la lengua o en la mente, es sólo asunto de habla y especulación, pronto se habrá desvanecido. La semilla que permanece en la superficie pronto es comida por las aves del cielo. Por tanto escóndela en la profundidad; que del oído vaya a la mente, de la mente al corazón; que se sature más v más. Sólo cuando prevalece como soberana en el corazón la recibimos con amor: cuando es más querida que cualquier otro deseo, entonces permanece» (Thomas Manton).

Nada más nos guardará de las infecciones de este mundo, nos librará de las tentaciones de Satán, y será tan efectivo para preservarnos del pecado como la Palabra de Dios recibida con afecto: «La ley de su Dios está en su corazón; por tanto sus pies no resbalarán» (Salmo 37:31). En tanto que la verdad se mantiene activa en nosotros, agitando nuestra conciencia, y es realmente amada, seremos preservados de caer. Cuando José fue tentado por la esposa de Potifar, dijo: «¿Cómo haría Yo este gran mal y pecaría contra Dios?» (Génesis 39:9). La Palabra estaba en su corazón, ,v por tanto tuvo poder para prevalecer sobre el deseo; la santidad inefable, el gran poder de Dios que es capaz a la vez de salvar y de destruir. Nadie sabe cuándo va a ser tentado: por tanto es necesario estar preparado contra ello. «¿Quién de vosotros dará oídos... y escuchará respecto al porvenir?» (Isaías 42:23). Sí, hemos de ver venir el futuro y estar fortalecidos contra toda eventualidad, parapetándonos con la Palabra en nuestros corazones para los casos inesperados. 7. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra hace que practique lo opuesto al pecado. «El pecado es la trasgresión de la ley» (1ª Juan 3:4). Dios dice: «Harás esto», el pecado dice: «No harás esto»; Dios dice: «No harás esto», el pecado dice: «Haz esto.» Así pues, el pecado es una rebelión contra Dios, la decisión de seguir «por su camino» (Isaías 53:6). Por tanto el pecado es una especie de anarquía en el reino espiritual, y puede hacerse semejante a hacer señales con una bandera roja a la cara de Dios. Por otra parte, lo opuesto a pecar contra Dios es el someterse a El, como lo opuesto al desenfreno y licencia es el sujetarse a la ley. Así, el practicar lo opuesto al pecado es andar en el camino de la obediencia. Esta es otra razón principal por la que se nos dieron las Escrituras: para hacer conocido el camino que es agradable a Dios. Son provechosas no sólo para reprender y corregir, sino también para «instruir en justicia».

Aquí, pues, hay otra regla importante por la que podemos ponernos a prueba nosotros mismos. ¿Son mis pensamientos formados, mi corazón controlado, y mis caminos y obras regulados por la Palabra de Dios? Esto es lo que el Señor requiere: «Sed obradores de la palabra, no solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos» (Santiago 1: 22). Es así que se expresa la gratitud y afecto a Cristo: «Si me amáis guardad mis mandamientos» (Juan 14:15). Para esto es necesario la ayuda divina. David oró: «Guíame por la senda de tus mandamientos, porque en ella tengo mi complacencia» (Salmo 119:35). «No sólo necesitamos luz para conocer el camino, sino corazón para andar en él. Es necesario tener dirección a causa de la ceguera de nuestras mentes; y los impulsos efectivos de la gracia son necesarios a causa de la flaqueza de nuestros corazones. No bastará para hacer nuestro deber el tener una noción estricta de las verdades, a menos que las abracemos y las sigamos» (Mantón). Notemos que es «el camino de tus mandamientos»: no un camino a escoger, sino definitivamente marcado; no una «carretera» pública, sino un «camino» particular.

Que el autor y el lector con sinceridad v diligencia se midan, como en la presencia de Dios, con las siete medidas que hemos enumerado. ¿Te ha hecho el estudio de la Biblia más humilde, o más orgulloso, orgulloso del conocimiento que has adquirido? ¿Te ha levantado en la estimación de tus prójimos, o te ha conducido a tomar una posición más humilde delante de Dios? ¿Te ha producido un aborrecimiento más profundo y una prevención contra ti mismo, o te ha hecho más indulgente y complacido de ti mismo? ¿Ha sido causa de que los que se relacionan contigo, o quizá aquellos a quienes enseñas, digan: Desearía tener tu «conocimiento» de la Biblia; o te ha hecho decir a ti: Señor, dame la fe, la gracia y la «santidad» de mi amigo, de mi maestro? «Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos» (1ª Timoteo 4:15).


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Las Escrituras y Dios
Las Sagradas Escrituras son totalmente sobrenaturales. Son una revelación divina. «Toda Escritura es inspirada por Dios» (2ª Timoteo 3:16). No es meramente que Dios elevara la mente de los hombres, sino que dirigió sus pensamientos. No es simplemente que El les comunicara los conceptos sino que El dictó las mismas palabras que usaron. «Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo (2ª Pedro 1:21). Cualquier «teoría» humana que niega la inspiración verbal de las Escrituras es una añagaza de Satán, un ataque a la verdad de Dios. La imagen divina está estampada en cada página. Escritos tan santos, tan celestiales, tan tremendos, no pueden haber sido creados por el hombre.

Las Escrituras nos hacen conocer a un Dios sobrenatural. Esto puede ser una expresión innecesaria pero hoy es necesario hacerla. El «dios» en que creen muchos cristianos profesos se está volviendo más y más pagano. El lugar prominente que los «deportes» ocupan hoy en la vida de la nación, el excesivo amor al placer, la abolición de la vida de] hogar, la falta de pudor escandalosa de las mujeres, son algunos de los síntomas de la misma enfermedad que trajo la caída y desaparición de imperios como Babilonia, Persia, Grecia y Roma. Y la idea que tiene de Dios, en el siglo veinte, la mayoría de la gente en países nominalmente «cristianos» se está aproximando gradualmente al carácter adscrito a los dioses de los antiguos. En agudo contraste con ello, el Dios de las Sagradas Escrituras está vestido de tales perfecciones y atributos que el mero intelecto humano no podría haberlos inventado.

Dios sólo puede sernos conocido por medio de su propia revelación natural. Aparte de las Escrituras, incluso una idea teórica de Dios sería imposible. Todavía es verdad que el «mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría» (1ª Corintios 1:21). Donde no hay conocimiento de las Escrituras, no hay conocimiento de Dios. Dios es «un Dios desconocido» (Hechos 17:23). Pero se requiere algo más que las Escrituras para que el alma conozca a Dios, le conozca de modo real, personal, vital. Esto parece ser reconocido por pocos hoy. Las prácticas prevalecientes consideran que se puede obtener un conocimiento de Dios estudiando la Palabra, de la misma manera que se obtiene un conocimiento de Química estudiando libros de texto. Puede conseguirse un conocimiento intelectual; pero no espiritual. Un Dios sobrenatural solo puede ser conocido de modo sobrenatural (es decir, conocido de una manera por encima de lo que puede conseguir la mera naturaleza), por medio de una revelación sobrenatural de El mismo en el corazón. «Porqué Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2ª Corintios 4:6). El que ha sido favorecido con esta experiencia ha aprendido que sólo «en su luz veremos la luz» (Salmo 36:9).

Dios puede ser conocido sólo por medio de una facultad sobrenatural. Cristo dejó este punto bien claro cuando dijo: «A menos que un hombre nazca de nuevo, no puede ver el reino de Dios» (Juan 3:3). La persona no regenerada no tiene conocimiento espiritual de Dios. «Pero el hombre natural no capta las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede conocer, porque se han de discernir espiritualmente» (1ª Corintios 2: 14). El agua, por sí misma, nunca se levanta del nivel en que se halla. De la misma manera el hombre natural es incapaz de percibir lo que trasciende de la mera naturaleza. «Esta es la vida eterna que te conozcan a Ti el único Dios verdadero» (Juan 17:3). La vida eterna debe ser impartida antes que pueda ser conocido el «verdadero Dios». Esto se afirma claramente en (1ª Juan 5:20): «Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios v. la vida eterna.» Sí, un «conocimiento», un conocimiento espiritual, debe sernos dado por una nueva creación, antes de que podamos conocer a Dios de una manera espiritual.

Un conocimiento sobrenatural de Dios produce una experiencia sobrenatural, y esto es algo que desconocen totalmente la multitud de miembros de nuestras iglesias. La mayor parte de la «religión» de estos días no consiste en nada más que unos toques al «viejo Adán». Es simplemente adornar sepulcros llenos de corrupción. Es una forma externa. Incluso cuando hay un credo sano, la mayoría de las veces no se trata de nada más que de ortodoxia muerta. No hay por qué maravillarse de esto. Ha ocurrido ya antes. Ocurría cuando Cristo se hallaba sobre la tierra. Los judíos eran muy ortodoxos. Al mismo tiempo estaban libres de idolatría. El templo se levantaba en Jerusalén, se explicaba la Ley, se adoraba a Jehová. Y sin embargo Cristo les dijo: «El que me envió es verdadero, al cual vosotros no conocéis» (Juan 7:28). «Ni a Mí me conocéis, ni a mi Padre; si a Mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais» (Juan 8:19). «Mi Padre es el que me glorifica, el que vosotros decís que es vuestro Dios. Pero vosotros no le conocéis» (Juan 8:54, 55). Y notémoslo bien, ¡se dice a un pueblo que tenía las Escrituras, las escudriñaba diligentemente y las veneraba como la Palabra de Dios! Conocían a Dios muy bien teóricamente, pero no tenían de El un conocimiento espiritual.

Tal como ocurría en el mundo judío lo mismo ocurre en la Cristiandad. Hay multitud que «creen» en la Santísima Trinidad, pero están por completo desprovistos de un conocimiento sobrenatural o espiritual de Dios. ¿Cómo podemos afirmar esto? De esta manera: el carácter del fruto revela el carácter del árbol que lo da; la naturaleza del agua nos hace conocer la fuente de la cual mana. Un conocimiento sobrenatural de Dios produce una experiencia sobrenatural, y una experiencia sobrenatural resulta un fruto sobrenatural. Es decir, cuando Dios vive en el corazón, revoluciona y transforma la vida. Se produce lo que la mera naturaleza no puede producir, más aún, lo que es directamente contrario a ella. Y esto se puede notar que está ausente de la vida del 95 % de los que ahora profesan ser hijos de Dios. No hay nada en la vida del cristiano típico, o sea la mayoría, que no se pueda explicar en términos naturales. Pero el Hijo de Dios auténtico es muy diferente Este es, en verdad, un milagro de la gracia; es una nueva criatura en Cristo Jesús» (2ª Corintios 5:17). Su experiencia, su vida es sobrenatural.

La experiencia sobrenatural del cristiano se ve en su actividad hacia Dios. Teniendo en sí la vida de Dios, habiendo sido hecho «partícipe de la divina naturaleza» (2ª Pedro 1:4), ama por necesidad a Dios, las cosas de Dios; ama lo que Dios ama; y, al contrario, aborrece lo que Dios aborrece. Esta experiencia sobrenatural es obrada en El por el Espíritu de Dios, y esto por medio de la Palabra. Por medio de la Palabra vivifica. Por medio de la Palabra redarguye de pecado. Por medio de la Palabra, santifica. Por medio de la Palabra, da seguridad. Por medio de la Palabra hace que aumente la santidad. De modo que cada uno de nosotros puede dilucidar la extensión en que nos aprovecha su lectura y estudio de la Escritura por los efectos que, por medio del Espíritu que los aplica, producen en nosotros. Entremos ahora en detalles. Aquel que se está beneficiando de las Escrituras tiene:

1. Una clara noción de los derechos de Dios. Entre el Creador y la criatura ha habido constantemente una gran controversia sobre cuál de ellos ha de actuar como Dios, sobre si la sabiduría de Dios o la de los hombres deben ser la guía de sus acciones, sobre si su voluntad o la de ellos tiene supremacía. Lo que causó la caída de Lucifer fue el resentimiento de su sujeción al Creador: «Tú decías en tu corazón: Subiré al cielo; por encima de las estrellas de Dios levantaré mi trono... y seré semejante al Altísimo» (Isaías 14:13, 14). La mentira de la serpiente que engañó a nuestros primeros padres y los llevó a la destrucción fue: «Seréis como dioses» (Génesis 3:5). Y desde entonces el sentimiento del corazón del hombre natural ha sido: «Apártate de nosotros, porque no queremos conocer tus caminos. ¿Quién es el Todopoderoso, para que le sirvamos?» (Job 21:14, 15). «Por nuestra lengua prevaleceremos; nuestros labios por nosotros; ¿quién va a ser amo nuestro?» (Salmo 12:4). «¿Vagamos a nuestras anchas, nunca más vendremos a ti?» (Jeremías 2:13).

El pecado ha excluido a los hombres de Dios (Efesios 4:18). El corazón del hombre es contrario a El, su voluntad es opuesta a la suya, su mente está en enemistad con Dios. Al contrario, la salvación significa ser restaurado a Dios: «Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1ª Pedro 3:18). Legalmente esto va ha sido cumplido; experimentalmente está en proceso de cumplimiento. La salvación significa ser reconciliado con Dios; y esto implica e incluye que el dominio del pecado sobre nosotros ha sido quebrantado, la enemistad interna ha sido destruida, el corazón ha sido ganado por Dios. Esta es la verdadera conversión; es el derribar todo ídolo, el renunciar a las vanidades vacías de un mundo engañoso, tomar a Dios como nuestra porción, nuestro rey, nuestro todo en todo. De los Corintios se lee que «se dieron a sí mismos primeramente al Señor » (2.a Corintios 8: S). El deseo y la decisión de los verdaderos convertidos es que «ya no vivan para sí, sino para aquél que murió y resucitó por ellos» (2ª Corintios 5:15).

Ahora se reconoce lo que Dios reclama su legítimo dominio sobre nosotros es admitido, se le admite como Dios. Los convertidos «se presentan a sí mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y sus miembros, como instrumentos de justicia» (Romanos 6:13). Esta es la exigencia que nos hace: el ser nuestro Dios, el ser servido como tal por nosotros; para que nosotros seamos y hagamos, absolutamente y sin reserva, todo lo que El requiere, rindiéndonos plenamente a El (ver Lucas 14: 26, 27, 33). Corresponde a Dios, como Dios, el legislar, prescribir, decidir por nosotros; nos pertenece a nosotros como deber el ser regidos, gobernados, mandados por El a su agrado.

El reconocer a Dios como nuestro Dios es darle a El el trono de nuestros corazones. Es decir, en el lenguaje de Isaías 26:13: «Jehová nuestro Dios, otros señores fuera de ti se han enseñoreado de nosotros; pero solamente con tu ayuda nos acordamos de tu nombre.» «Oh, Dios, mi Dios eres tú; de madrugada te buscaré» (Salmo 63:1). Ahora bien, nos beneficiamos de las Escrituras, en proporción a la intensidad con que esto pasa a ser nuestra propia experiencia. Es en las Escrituras, y sólo en ellas, que lo que Dios exige se nos revela v establece, somos bendecidos en tanto cuanto obtenemos una clara y plena visión de los derechos de Dios, y nos rendimos a ellos. 2. Un temor mayor de la majestad de Dios. «Tema a Jehová toda la tierra; teman delante de El todos los habitantes del mundo» (Salmo 33:8). Dios está tan alto sobre nosotros que el pensamiento de su majestad debería hacernos temblar. Su poder es tan grande que la comprensión del mismo debería aterrorizarnos. Dios es santo de modo inefable, su aborrecimiento al pecado es infinito, y el solo pensamiento de mal obrar debería llenarnos de horror. «Dios es temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de EI» (Salmo 89:7).

«El temor de Jehová es el principio de la sabiduría» (Proverbios 9:10) y «sabiduría» es un uso apropiado del «conocimiento». En tanto cuanto Dios es verdaderamente conocido será debidamente temido. Del malvado está escrito: «No hay temor de Dios delante de sus ojos» (Romanos 3:18). No se dan cuenta de su majestad, no se preocupan de su autoridad, no respetan sus mandamientos, no les alarma el que los haya de juzgar. Pero, respecto al pueblo del pacto, Dios ha prometido: « Y pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de Mí» (Jeremías 32:40). Por tanto tiemblan ante su Palabra Isaías 66: 5) y andan cuidadosamente delante de El.

«El temor de Jehová es aborrecer el mal» (Proverbios 8:13). Y otra vez: «Con el temor de Jehová los hombres se apartan del mal» (Proverbios 16:6). El hombre que vive en el temor de Dios es consciente de que «Los ojos de Jehová están en todo lugar, mirando a los malos y a los buenos» (Proverbios 15:3), por lo que cuida de su conducta privada así como la pública. El que se abstiene de cometer algunos pecados porque los ojos de los hombres están sobre él, pero no vacila en cometerlos cuando está solo, carece del temor de Dios. Asimismo el hombre que modera su lengua cuando hay creyentes alrededor, pero no lo hace en otras ocasiones carece del temor de Dios. No tiene una conciencia que le inspire temor de que Dios le ve y le oye en toda ocasión. El alma verdaderamente regenerada tiene miedo de desobedecer y desafiar a Dios. Ni tampoco quiere hacerlo. No, su deseo real y profundo es agradar a Dios en todas las cosas, en todo momento y en todo lugar. Su ferviente oración es: «Afianza mi corazón para que tema tu nombre » (Salmo 86:1l).

Incluso el santo tiene que ser enseñado a temer a Dios (Salmo 34:1l). Y aquí, como siempre es por medio de la Escritura que se da esta enseñanza (Proverbios 2:5). Es a través de las Escrituras que aprendemos que los ojos de Dios están siempre sobre nosotros, notando nuestras acciones, pesando nuestros motivos. Cuando el Santo Espíritu aplica las Escrituras a nuestros corazones, hacemos más caso de la orden: «Permanece en el temor de Jehová todo el día» (Proverbios 23:17). Así que, en la medida en que sentimos temor ante la tremenda majestad de Dios, somos conscientes de que «Tú me ves» (Génesis 16:13), v «procuramos nuestra salvación con temor y temblor» (Filipenses 2:12), nos beneficiamos verdaderamente de nuestra lectura y estudio de la Biblia.

3. Una mayor reverencia a los mandamientos de Dios. El pecado entró en el mundo cuando Adán quebrantó la ley de Dios, y todos sus hijos caídos fueron engendrados en su corrupta semejanza (Génesis 53). «El pecado es la trasgresión de la ley» (1ª Juan 3:4). El pecado es una especie de alta traición, una anarquía espiritual. Es la repudiación del dominio de Dios, el poner aparte su autoridad, la rebelión contra su voluntad. El pecado es imponer nuestra voluntad. La salvación es la liberación del pecado, de su culpa de su poder, así como de su castigo. El mismo Espíritu que nos hace ver la necesidad de la gracia de Dios nos hace ver la necesidad del gobierno de Dios para regirnos. La promesa de Dios a su pueblo del pacto es: «Pondré mis leyes en la mente de ellos, y las inscribiré sobre su corazón y seré a ellos por Dios» (Hebreos 8:10).

A cada alma regenerada se le comunica un espíritu de obediencia. «El que me ama guardará mis palabras» (Juan 14:23). Aquí está la prueba: «Y en esto conocemos si hemos llegado a conocerle ' si guardamos sus mandamientos» (1ª Juan 23). Ninguno de nosotros los guarda perfectamente; con todo, cada cristiano verdadero desea y se esfuerza por hacerlo. Dice con Pablo: «Me deleito en la ley de Dios en el hombre interior» (Romanos 7:22). Dice con el salmista: «He escogido el camino de la verdad», «Tus testimonios he tomado por heredad para siempre» (Salmo 119:30,111). Y toda enseñanza que rebaja la autoridad de Dios, que no hace caso de sus mandamientos, que afirma que el cristiano no está, en ningún sentido, bajo la Ley, es del Demonio, no importa cuán lisonjeras sean sus palabras. Cristo ha redimido a su pueblo de la maldición de la Ley, y no de sus mandamientos: El nos ha salvado de la ira de Dios, pero no de su gobierno. «Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón» no ha sido abolido todavía.

1ª Corintios 9:21, expresamente afirma que estamos «bajo la ley de Cristo». «El que dice que está en El, debe andar como El anduvo» (1ª Juan 2:6). Y, ¿cómo anduvo Cristo? En perfecta obediencia a Dios; en completa sujeción a la ley, honrándola y obedeciéndola en pensamiento, palabra y hecho. No vino a destruir la Ley, sino a cumplirla (Mateo 5:17). Y nuestro amor a El se expresa no en emociones placenteras o palabras hermosas, sino guardando sus mandamientos (Juan 14:15), y los mandamientos de Cristo son los mandamientos de Dios (véase Éxodo 20:6). La ferviente oración del cristiano verdadero es: «Guíame por la senda de tus mandamientos, porque en ella tengo mi complacencia» (Salmo 119:35). En la medida en que nuestra lectura y estudio de las Escrituras, por la aplicación del Espíritu, engendra un amor mayor en nosotros por los mandamientos de Dios y un respeto más profundo a ellos, estamos obteniendo realmente beneficio de esta lectura y estudio.

4. Más confianza en la suficiencia de Dios. Aquello, persona o cosa, en que confía más un hombre, es su «dios». Algunos confían en la salud, otros en la riqueza; otros en su yo, otros en sus amigos. Lo que caracteriza a todos los no regenerados es que se apoyan sobre un brazo de carne. Pero, la elección de gracia retira de nuestro corazón toda clase de apoyos de la criatura, para descansar sobre el Dios vivo. El pueblo de Dios son los hijos de la fe. El lenguaje de su corazón es: «Dios mío, en Ti confío; no sea yo avergonzado» (Salmo 25:2), y de nuevo: «Aunque me matare, en El esperaré» (Job 13:15). Confían en Dios para que les proteja, bendiga y les provea de lo necesario. Miran a una fuente invisible, cuentan con el Dios invisible, se apoyan sobre un Brazo escondido.

Es verdad que hay momentos en que su fe desmaya, pero aunque caen, no son echados del todo. Aunque no sea su experiencia uniforme, en el Salmo 56: 11 se expresa el estado general de sus almas: «En Dios he puesto mi confianza: no temeré lo que me pueda hacer el hombre.» Su oración ferviente es: «Señor, aumenta nuestra fe». «La fe viene del oír, y el oír, por medio de la palabra de Dios » (Romanos 10: 17). Así que, cuando se medita en la Escritura, se reciben sus promesas en la mente, la fe es reforzada, la confianza en Dios aumentada, la seguridad se profundiza. De este modo podemos descubrir si estamos beneficiándonos o no de nuestro estudio de la Biblia.

5. Mayor deleite en las perfecciones de Dios. Aquello en lo que se deleita un hombre es su «dios». La persona mundana busca su satisfacción en sus pesquisas, sus placeres, sus posesiones. Ignorando la sustancia, persigue vanamente las sombras. Pero, el cristiano se deleita en las maravillosas perfecciones de Dios. El confesar a Dios como nuestro Dios de verdad, no es sólo someterse a su cetro, sino amarle más que al mundo, valorarle por encima de todo lo demás. Es tener con el salmista una comprensión por experiencia de que «Todas mis fuentes están en Ti» (Salmo 87:7). Los redimidos no sólo han recibido de Dios un gozo tal como este pobre mundo no puede impartir sino que se «regocijan en Dios» (Romanos 5:11) y de esto la persona mundana no sabe nada. El lenguaje de los tales es «el Señor es mi porción» (Lamentaciones 3:24).

Los ejercicios espirituales son enojosos para la carne. Pero, el cristiano real dice: «En cuanto a mi, el acercarme a Dios es el bien» (Salmo 73:28). El hombre carnal tiene muchos deseos y ambiciones; el alma regenerada declara: «¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Estando contigo nada me deleita ya en la tierra» (Salmo 73:25). Ah, lector, si tu corazón no ha sido acercado a Dios y se deleita en Dios, entonces todavía está muerto para El.

El lenguaje de los santos es: «Pues, aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas falten en el aprisco, y no haya vacas en los establos; con todo, yo me alegraré en Jehová, y me regocijaré en el Dios de mi salvación» (Habacuc 3:17,18). Ah, ésta es sin duda una experiencia espiritual. Sí, el cristiano puede regocijarse cuando todas sus posesiones mundanas le son quitadas (véase Hebreos 10:34). Cuando yace en una mazmorra, con la espalda sangrando, todavía canta alabanzas a Dios (véase Hechos 16:25). Así que, en la medida en que has sido destetado de los placeres vacíos de este mundo, estás aprendiendo que no hay bendición aparte de Dios, estás descubriendo que El es la fuente y suma de toda excelencia, y tu corazón se acerca a El, tu mente está en El, tu alma encuentra su satisfacción y gozo en El, estás realmente sacando beneficio de las Escrituras.

6. Una mayor sumisión a la providencia de Dios. Es natural murmurar cuando las cosas van mal; es sobrenatural el quedarse callado (Levítico 10:3). Es natural quedar decepcionado cuando nuestros planes fracasan; es sobrenatural inclinarse a sus instrucciones. Es natural querer uno hacer la suya; es sobrenatural decir: «Hágase Tu voluntad, no la mía.» Es natural rebelarse cuando un ser querido nos es arrebatado por la muerte; es sobrenatural saber decir: «El Señor dio, el Señor quitó; sea el nombre del Señor alabado» (Job 1:21). Cuando Dios es verdaderamente nuestra porción, aprendemos a admirar su sabiduría, y a conocer que El hace todas las cosas bien. Así el corazón se mantiene en «perfecta paz», cuando la mente está en El (Isaías 26:3). Aquí, pues, hay otra prueba segura: si tu estudio te enseña que el camino de Dios es mejor, si es causa de que te sometas sin refunfuñar a sus dispensaciones, si eres capaz de darle gracias por todas las cosas (Efesios 5:20), entonces estás sacando beneficio sin la menor duda.

7. Una alabanza más ferviente por la bondad de Dios. La alabanza es lo que sale del corazón que encuentra satisfacción en Dios. El lenguaje del tal es: «Bendeciré al Señor en todo tiempo; su alabanza estará continuamente en mi boca» (Salmo 34:l). ¡Qué abundancia de causas tiene el pueblo de Dios, para alabarle! Amados con un amor eterno, hechos hijos y herederos, todas las cosas obrando juntamente para bien, toda necesidad provista, una eternidad de bienaventuranza asegurada. No debería cesar nunca el arpa de la que arrancan su alabanza. Nunca debería quedar en silencio. Ni tampoco deben callar cuando gozan de la comunión con El, que es «altamente suave». Cuanto más «aumentamos en el conocimiento de Dios» (Colosenses 1:10), más le adoramos. Pero, es sólo cuando la Palabra mora en nosotros en abundancia que estamos llenos de cánticos espirituales (Colosenses 3:16) y hacemos melodía en nuestros corazones al Señor. Cuando más nuestras almas son atraídas a la verdadera adoración, más nos encontramos dando gracias y alabando a nuestro gran Dios, clara evidencia de que estamos beneficiándonos del estudio de su Palabra.


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Las Escrituras y Cristo
El orden que seguimos en esta serie es el de la experiencia. No es hasta que el hombre está completamente disgustado consigo mismo que empieza a aspirar hacia Dios. La criatura caída, engañada por Satán, está satisfecha de ella misma, hasta que sus ojos cegados por el pecado son abiertos para darse una mirada a sí mismo. El Espíritu Santo obra primero en nosotros un sentimiento de nuestra ignorancia, vanidad, pobreza y corrupción, antes de llevarnos a percibir y reconocer que en Dios solamente podemos encontrar verdadera sabiduría, felicidad real, bondad perfecta y justicia inmaculada. Hemos de ser hechos conscientes de nuestras imperfecciones antes de poder apreciar rectamente las divinas perfecciones. Cuando contemplamos las perfecciones de Dios, el hombre se convence más aún de la infinita distancia que le separa del Altísimo. Al conocer algo de las exigencias que Dios le presenta, y ante su completa imposibilidad de cumplimentarlas, está preparado a escuchar y dar la bienvenida a las buenas nuevas de que Otro ha cumplido plenamente estas exigencias para todos los que creen en El. «Escudriñad las Escrituras», dijo el Señor Jesús, y luego añadió: «porque... ellas son las que dan testimonio de Mí» (Juan 5:39). Testifican de El cómo el único Salvador para los pecadores perdidos, cómo el único Mediador entre Dios y el hombre, cómo el único que puede acercarse al Padre. Ellas testifican las maravillosas perfecciones de su persona, las glorias variadas de los oficios que cumple, la suficiencia de su obra consumada. Aparte de la Escritura, no le podemos conocer. En ellas solamente es que nos es revelado. Cuando el Santo Espíritu muestra al hombre algunas de las cosas de Cristo, haciéndolo con ello conocido al alma, no usa otra cosa que lo que está escrito. Aunque es verdad que Cristo es la clave de la Escritura, es igualmente verdad que sólo en la Escritura tenemos un descubrimiento del «misterio de Cristo» (Efesios 3:4).

Ahora bien, la medida de lo que nos beneficiamos de la lectura y estudio de las Escrituras puede ser determinado por la extensión en que Cristo ha pasado a ser más real y más precioso en nuestros corazones. El «crecer en la gracia» se define como «y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2.a Pedro 3: 18): La segunda parte del versículo no es algo añadido a la primera, sino una explicación de la misma. El «conocer» a Cristo (Filipenses 3:10) era el anhelo y objetivo supremo del apóstol Pablo, deseo y objetivo al cual subordinaba todos sus otros intereses. Pero, notémoslo bien: el «conocimiento» del cual se habla en estos versículos no es intelectual, sino espiritual, no es teórico sino experimental, no es general, sino personal. Es un conocimiento sobrenatural, que es impartido en el corazón regenerado por la operación del Santo Espíritu, según El mismo interpreta y nos aplica las Escrituras concernientes al mismo.

Ahora bien, el conocimiento de Cristo que el Espíritu bendito imparte al creyente por medio de las Escrituras, le beneficia de diferentes maneras, según los marcos, circunstancias y necesidades variables. Con respecto al pan que Dios dio a los hijos de Israel durante su peregrinaje en el desierto, se dice que «algunos recogían más, otros menos» (Éxodo 16:17). Lo mismo es verdad de nuestra captación de El, de quien el maná era un tipo. Hay algo en la maravillosa persona de Cristo que es exactamente apropiado a cada condición, cada circunstancia, cada necesidad, tanto en el tiempo como en la eternidad. Hay una inagotable plenitud en Cristo» (Juan 1: 16) que está disponible para que saquemos de ella, y el principio que regula la extensión en la cual pasamos a ser «fuertes en la gracia que es en Cristo Jesús» (2ª Timoteo 2: l), es «según tu fe te sea hecho» (Mateo 9:29).

1. Un individuo se beneficia de las Escrituras cuando éstas le revelan su necesidad de Cristo. El hombre en su estado natural se considera autosuficiente. Es verdad, tiene una vaga percepción de que hay algo que no está del todo bien entre él y Dios, sin embargo no tiene dificultades para convencerse de que puede hacer lo necesario para propiciarle. Esto está a la base de toda religión humana, empezada por Caín, en cuyo «camino» (Judas 11) todavía andan las multitudes. Dile a un devoto «religioso formalista» que «los que viven según la carne no pueden agradar a Dios», y al punto su urbanidad y cortesía hipócritas son sustituidas por la indignación. Así era cuando Cristo estaba en la tierra. El pueblo más religioso de todos, los judíos, no tenían sentido de que estaban «perdidos» y en desesperada necesidad de un Salvador Todopoderoso.

«Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos» (Matea 9:12). Es la misión particular del Espíritu Santo, por medio de su aplicación de las Escrituras, el redargüir a los pecadores de pecado y convencerles de su desesperada condición, llevarles a ver que su estado es tal que «desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en ellos cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga» (Isaías 1:6). Cuando el Espíritu nos convence de pecado -nuestra ingratitud a Dios, nuestro murmurar, nuestro descarrío de El- cuando insiste en los derechos de Dios -su derecho a nuestro amor, obediencia y adoración- y todos nuestros tristes fallos en rendirle lo que se le debe, entonces reconocemos que Cristo es nuestra única esperanza, y que, excepto si nos acogemos a El como refugio, la justa ira de Dios caerá irremisiblemente sobre nosotros.

Ni hemos de limitar esto a la experiencia inicial de la conversión. Cuando más el Espíritu profundiza su obra de gracia en el alma regenerada, más consciente se vuelve el individuo de su contaminación, su pecaminosidad y su miseria; y más descubre su necesidad de la preciosa sangre que nos limpia de todo pecado, y le da valor. El Espíritu está aquí para glorificar a Cristo, y la manera principal en que lo hace es abriéndonos los ojos más y más para que veamos por quién murió Cristo, cuán apropiado es Cristo para las criaturas desgraciadas, ruines y contaminadas. Sí, cuanto, más nos beneficiamos realmente de nuestra lectura de las Escrituras, más vemos nuestra necesidad de Cristo.

2. Un individuo se beneficia de las Escrituras cuando éstas le hacen a Cristo más real, en él gran masa de la nación israelita no veía más que la cáscara externa en las ceremonias y ritos que Dios les había dado, pero el remanente regenerada tuvieron el privilegio de ver a Cristo mismo. «Abraham se regocijó viendo mi día», dijo Cristo (Juan 8:56). Moisés estimó el «reproche de Cristo» más que las grandes riquezas y tesoros de Egipto (Hebreos 11:26). Lo mismo es en el Cristianismo. Para las multitudes, Cristo no es más que un nombre, a lo más un personaje histórico. No tiene tratos personales con El, no gozan de comunión espiritual con El. Si ellos oyen a uno hablar del arrebatamiento de su excelencia, le consideran como un fanático o un entusiasta. Para ellos Cristo es vago, ininteligible, irreal. Pero para el cristiano consagrado la cosa es muy distinta. El lenguaje de su corazón es:

Oí la voz de Jesucristo No quiero oír ya otra.

Vi la faz de Jesucristo Esto ya basta a mi alma.

Sin embargo esta visión bienaventurada no es la experiencia sistemática e invariable de los santos. Tal como hay nubes entre el sol y la tierra ocasionalmente, también hay fallos en nuestro camino que interrumpen nuestra comunión con Cristo y sirven para escondernos la luz de su rostro. «El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él» (Juan 14:21). Sí, es a aquel que por la gracia anda por el camino de la obediencia a quien el Señor Jesús se manifiesta. Y cuando más frecuentes y prolongadas son estas manifestaciones, más real El se vuelve para el alma, hasta que Puede decir con Job: «De oídas te conocía; más ahora mis ojos te ven.» De modo que cuanto más Cristo pasa a ser una realidad viviente en mí, más me beneficio de la Palabra.

3. Un individuo se beneficia de las Escrituras cuando más absorbido queda en las perfecciones de Cristo. Lo que lleva al alma a Cristo al principio es un sentido de necesidad, pero lo que le atrae después es la comprensión de su excelencia, Y ésta le hace seguirlo. Cuanto más real se vuelve ¡Cristo, más somos atraídos por sus perfecciones. Al principio lo vemos sólo como un Salvador, pero cuando el Espíritu continúa llevándonos a las cosas de Cristo y nos las muestra, descubrimos que en su cabeza hay «muchas coronas» (Apocalipsis 19:12). En el Antiguo Testamento se le llama: «Su nombre será llamado Admirable» (Isaías 9:6). Su nombre significa todo lo que es, según nos hacen conocer las Escrituras. «Admirables» son sus oficios, en su número, variedad y suficiencia. El es el Amigo más íntimo que el hermano, la ayuda segura en tiempo de necesidad. El es el Sumo Sacerdote, que comprende nuestras flaquezas. El es el Abogado para con el Padre, que defiende nuestra causa cuando Satán nos acusa.

Tenemos la necesidad de estar ocupados con Cristo, estar sentados a sus pies como María, y recibir de su plenitud. Nuestro deleite principal debería ser: «Considerar al Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra profesión» (Hebreos 3: 1): para contemplar las variadas relaciones que tiene con nosotros, meditar en las muchas promesas que nos ha dado, regalarnos en el maravilloso e inmutable amor que nos tiene. Al hacerlo, nos deleitaremos en el Señor, de forma que los cantos de sirena del mundo no tendrán el menor encanto para nosotros. ¿Conoces, lector amigo, algo de esto en tu experiencia presente? ¿Es tu gozo principal el estar ocupado con El? Si no, tu lectura y estudio de la Biblia te han beneficiado muy poco de verdad.

4. Un individuo se beneficia de las Escrituras cuando Cristo se vuelve más precioso para él. Cristo es precioso en la estimación de los verdaderos creyentes (1.a Pedro 2:7). Su nombre es para ellos «ungüento derramado». Consideran todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús su Señor (Filipenses 3:8). Como la gloria de Dios que apareció como una visión maravillosa en el templo y en la sabiduría y esplendor de Salomón, atrajo adoradores desde los últimos cabos de la tierra, la excelencia de Cristo, sin paralelo, que fue prefigurada por aquella, es más poderosa aún para atraer los corazones de su pueblo. El Demonio lo sabe muy bien, y por ello sin cesar se ocupa en cegar la mente de aquellos que no creen, colocando delante de ellos todos los atractivos del mundo. Dios le permite también que asalte al creyente, porque está escrito: «Resistid al diablo, y de vosotros huirá» (Santiago 4:7). Resistidle por medio de la oración sincera y fervorosa y específica, pidiendo al Espíritu que te atraiga los sentidos hacia Cristo.

Cuanto más nos dejamos absorber por las perfecciones de Cristo, más le amamos y le adoramos. Es la falta de conocimiento experiencial de El que hace que nuestros corazones sean fríos hacia El. Pero, donde se cultiva la comunión diaria el cristiano puede decir con el Salmista: «¿A quién tengo en el cielo sino en Ti? No hay para mí otro bien en la tierra» (Salmo 73:25). Esto es la verdadera esencia y naturaleza distintiva del verdadero Cristianismo. Los fanáticos legalistas pueden ocuparse diligentemente de diezmar la menta, el anís y el comino, pueden recorrer mar y tierra para arrastrar un prosélito, pero no tienen amor a Dios en Cristo. Es el corazón lo que Dios contempla: «Hijo mío, dame tu corazón» (Proverbios 23:26), nos pide. Cuanto más precioso es Cristo para nosotros más se deleita El en nosotros.

5. Un individuo que se beneficia de las Escrituras tiene una confianza creciente en Cristo. Hay «fe pequeña» (Mateo 14:3) y «fe grande» (Mateo 8:10). Hay la «plena seguridad de la fe» (Hebreos 10: 22), y el confiar en el Señor « de todo corazón» (Proverbios 3:5). De la misma manera que hay el crecer «de fortaleza en fortaleza» (Salmo 84:7), leemos de ir «de fe en fe» (Romanos 1:17). Cuanto más firme y fuerte es nuestra fe, más honramos a Jesucristo. Incluso en una lectura rápida de los cuatro Evangelios se revela el hecho que nada complacía más al Señor que la firme confianza que ponían en El aquellos que realmente contaban con El. El mismo vivió y anduvo por fe, y cuanto más lo hacemos, más son confirmados los «miembros» como una unidad con la «cabeza». Por encima de todo hay una cosa que hemos de proponernos y buscar diligentemente en la oración: que aumente nuestra fe. De los Tesalonicenses Pablo pudo decir: «vuestra fe va creciendo» (II Tesalonicenses 1:3).

Ahora bien, no podemos confiar en Cristo en lo más mínimo a menos que le conozcamos, y cuanto mejor le conocemos más confiaremos en El. «En ti confiarán los que conocen tu nombre» (Salmo 9: 10). A medida que Cristo pasa a ser más real al corazón, nos ocupamos más y más con sus perfecciones y El se vuelve más precioso para nosotros, la confianza en El se profundiza hasta que pasa a ser tan natural confiar en El como respirar. La vida cristiana es andar por fe (2ª Corintios 5:7), y esta misma expresión denota un progreso continuo, una liberación progresiva de las dudas y los temores, una seguridad más plena de que todas sus promesas serán realiza as. Abraham es el Padre de los creyentes, y por ello la crónica de su vida nos proporciona una ilustración de lo que significa una confianza que se va haciendo más profunda. Primero, obedeciendo una simple palabra de Dios abandonó todo lo que amaba según la carne. Segundo, prosiguió adelante dependiendo simplemente de El y residió como extranjero y peregrino en la tierra prometida, aunque nunca tuvo bajo su posesión un palmo de la misma. Tercero, cuando se le prometió que le nacería simiente en su edad provecta, no consideró los obstáculos que había en el cumplimiento de la promesa, sino que su fe le hizo dar gloria a Dios. Finalmente, cuando se le llamó para ofrendar a Isaac, a pesar de que esto impediría la realización de la promesa en el futuro, consideró que Dios «podía levantarle incluso de los muertos» (Hebreos 11: 19).

En la historia de Abraham se nos muestra cómo la gracia puede someter un corazón incrédulo, cómo el espíritu puede salir victorioso de la carne, cómo los frutos sobrenaturales de una fe dada y sostenida por Dios pueden ser producidos por un hombre con pasiones o debilidades como las nuestras. Esto se nos presenta para animarnos, para que oremos que Dios quiera obrar en nosotros lo que obró en el padre de los fieles. No hay nada que complazca, honre y glorifique a Cristo como la confianza firme y expectante, cuál de un niño, por parte de aquellos a quienes ha dado motivo para que confíen en El de todo su corazón. Y nada evidencia mejor que nos hemos beneficiado de las Escrituras que una fe creciente en Cristo.

6. Un individuo se beneficia de las Escrituras cuando éstas engendran en él un deseo cada vez más profundo de agradar a Cristo. «No sois vuestros, pues comprados sois por precio» (1ª Corintios 6:19, 20), es el primer gran hecho que el cristiano tiene que entender bien. Para ello no debe «vivir para sí sino para aquel que murió El» (2ª Corintios 5:15). El amor se deleita en agradar lo que ama, y cuanto más el afecto nos atraiga a Cristo más desearemos honrarle por medio de una vida de obediencia a su voluntad, según la conocemos. « Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:23). No es en emociones alegres y felices o en profesiones verbales de devoción, sino en el tomar su yugo y someternos prácticamente a sus preceptos que honramos a Cristo principalmente.

En este punto es, precisamente, que se comprueba la autenticidad de nuestra profesión de fe. ¿Tiene fe en Cristo aquél que no hace ningún esfuerzo para conocer su voluntad? ¡Qué desprecio para un rey si sus súbditos rehusaran leer sus proclamas! Donde hay fe en Cristo habrá deleite en sus mandamientos y tristeza cuando son quebrantados. Cuando desagradamos a Cristo lamentamos nuestro fallo. Es imposible creer seriamente que fueron mis pecados los que causaron que el Hijo de Dios derramara su preciosa sangre sin que yo aborrezca estos pecados. Si Cristo sufrió bajo el pecado, también hemos de sufrir nosotros. Y cuanto más sinceros son estos gemidos, más sinceramente buscaremos gracia para ser librados de todo lo que desagrada al Redentor, y reforzar nuestra decisión para hacer todo lo que le complace.

7. Un individuo se beneficia de las Escrituras cuando le hacen anhelar la segunda venida de Cristo. El amor puede satisfacerse sólo con la vista del objeto amado. Es verdad que incluso ahora contemplamos a Cristo por la fe; sin embargo es «como a través de un espejo, oscuramente». Pero, cuando venga le veremos «cara a cara» (1ª Corintios 13:12). Entonces se cumplirán sus propias palabras: «Padre, aquellos que me has dado, quiero que dónde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo» (Juan 17:24). Sólo esto satisfará plenamente los deseos de su corazón, y sólo esto llenará los anhelos de los redimidos. Sólo entonces «verá el fruto de su trabajo y será satisfecho» Isaías 53: 1l); y « En cuanto a Mí, veré tu rostro en justicia; al despertar, me saciaré de tu semblante» (Salmo 17: 15).

Al retorno de Cristo habremos terminado con el pecado para siempre. Los elegidos son predestinados a ser conformados a la imagen del Hijo de Dios, y el propósito divino será realizado sólo cuando Cristo reciba a su pueblo a sí mismo. «Seremos como El es, porque le veremos tal como El es.» Nunca más nuestra comunión con El será interrumpida, nunca más habrá gemido o clamor sobre nuestra corrupción; nunca más nos acusará la incredulidad. El presentará a sí mismo «la Iglesia, como una iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga ni cosa semejante, sino santa y sin mancha» (Efesios 5:27). Este es un momento que estamos esperando ávidamente. Esperamos con amor a nuestro Redentor. Cuanto más anhelamos al que ha de venir, más despabilamos nuestras lámparas en la ávida expectativa de su llegada, más evidencia damos de que nos beneficiamos del conocimiento de la Palabra.

Que el lector y el autor busquen sinceramente la presencia de Dios en sí mismos. Que busquemos respuestas verídicas a estas preguntas. ¿Tenemos un sentido más profundo de nuestra necesidad de Cristo? ¿Se vuelve Cristo para nosotros una realidad más brillante y viva? ¿Estamos hallando más deleite al ocuparnos de sus perfecciones? ¿Está Cristo haciéndose más y más precioso para nosotros diariamente? ¿Crece nuestra fe en El de modo que confiamos más en El para todo? ¿Estamos buscando realmente complacerle en todos los detalles de nuestras vidas? ¿Estamos deseándole tan ardientemente que nos llenaría de gozo si regresara durante las próximas veinticuatro horas? ¡Que el Espíritu Santo escudriñe nuestros corazones con estas preguntas específicas!


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