CAPITULO XI
Bienaventurados los Pacificadores

Al pasar a estudiar esta otra característica del cristiano, nos sentimos una vez más constreñidos a afirmar que no hay nada en toda la Biblia que nos someta a prueba y humille como estas Bienaventuranzas. En esta afirmación, 'Bienaventurados los pacificadores,' tenemos otro resultado y consecuencia del haber sido saciados por Dios. Según la idea sugerida en el capítulo anterior, podemos ver cómo corresponde al 'bienaventurados los mansos.' Dije ahí que las Bienaventuranzas que preceden y siguen al versículo 6 corresponden entre sí — pobreza en espíritu y ser misericordioso están relacionados, llorar por el pecado y ser de corazón limpio también están en conexión, y, exactamente del mismo modo, la mansedumbre y el ser pacificador también corresponden; el vínculo que los une es siempre el esperar de Dios la plenitud que sólo El puede dar.
Se nos recuerda, pues, una vez más que la manifestación de la vida cristiana en el cristiano es completamente diferente de lo que el no cristiano puede llegar a conocer. Este es el mensaje que se repite en cada una de las Bienaventuranzas y que, lógicamente, nuestro Señor quiso poner de relieve. Vino a establecer un reino del todo nuevo y diferente. Como hemos visto en todos nuestros comentarios anteriores, no hay nada más fatal para el hombre natural que pensar que puede poner en práctica por sí mismo estas Bienaventuranzas. Una vez más esta Bienaventuranza nos recuerda que es completamente imposible.   Sólo un hombre nuevo puede vivir esta vida nueva.
Es fácil comprender que esta afirmación tuvo que resultar muy chocante para los judíos. Tenían la idea de que el reino del Mesías iba a ser militar, nacionalista, materialista. La gente tiende siempre a interpretar en sentido material las promesas de la Escritura (así sigue siendo) y los judíos cayeron en ese error fatal. En este pasaje nuestro Señor les vuelve a recordar al comienzo mismo que esa idea era una falacia absoluta. Pensaban que el Mesías al venir se erguiría como un gran rey y que los liberaría del yugo romano para colocar a los judíos por encima de todos como pueblo conquistador y dominante. Recordarán que incluso Juan el Bautista parece haber tenido esta idea cuando envió a sus dos discípulos para que hicieran la famosa pregunta, '¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?' 'Me he enterado de todos esos milagros,' parece decir, 'pero ¿cuándo va a tener lugar lo verdaderamente grande?' Y recordarán cómo la gente quedó tan impresionada después de que nuestro Señor hubo realizado el gran milagro de dar de comer a cinco mil que empezaron a decir, 'Sin duda que es él,' y fueron, según se nos dice, 'para apoderarse de él y hacerle rey.' Siempre sucedía así. Pero aquí nuestro Señor les dice, en efecto, 'No, no; no entienden. Bienaventurados los pacificadores. Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, entonces mis seguidores estarían peleando. Pero no es eso; están completamente equivocados.' Y entonces les da esta Bienaventuranza y pone una vez más de relieve este principio.
En los tiempos actuales no cabe duda que deberíamos dejar que este principio penetrara en nosotros. Nunca, quizá, hubo una palabra más adecuada para este mundo nuestro que esta Bienaventuranza que estamos estudiando. No hay quizá un pronunciamiento más claro que este de lo que la Biblia, y los Evangelios en especial, tienen que decir acerca del mundo, y de la vida en este mundo. Y desde luego, como he venido tratando de indicar en cada una de estas Bienaventuranzas, es una afirmación eminentemente teológica. Digo esto expresamente, porque no ha habido porción del Nuevo Testamento peor entendida que el Sermón del Monte. Recordarán cómo algunos tenían la costumbre (sobre todo en los primeros años de este siglo, y sigue todavía) de decir que no tenían interés ninguno por la teología, que sentían un gran desagrado por el apóstol Pablo y consideraban que había sido una calamidad que hubiera llegado a ser cristiano; 'ese judío,' decían, 'con sus ideas legalistas, vino a introducir su legalismo en el evangelio delicioso y simple de Jesús de Nazaret.' No les interesaban para nada las Cartas del Nuevo Testamento, pero sí sentían, según decían, un profundo interés por el Sermón del Monte. Esto era lo que el mundo necesitaba. Lo único necesario era tomar en serio este hermoso idealismo que el gran Maestro de Galilea predicó. Lo que había que hacer era estudiarlo y tratar de que se pusiera en práctica. 'Nada de teología,' decían; 'esta ha sido la maldición de la Iglesia. Lo que se necesita es esta enseñanza ética tan hermosa, esta elevación moral maravillosa que se encuentra en el Sermón del Monte.' El Sermón del Monte era su pasaje favorito porque, según ellos, era tan poco teológico, tan carente de doctrinas, dogmas.
Se nos recuerda aquí lo necio y vano que es interpretar así este pasaje bíblico. ¿Por qué son bienaventurados los pacificadores? La respuesta es que lo son porque son distintos a todo el mundo. Los pacificadores son bienaventurados porque son los que se destacan como diferentes del resto del mundo, y son diferentes porque son hijos de Dios. En otras palabras, volvemos a encontrarnos en medio de la teología y doctrina del Nuevo Testamento.
Permítanme hacer la pregunta de otro modo. ¿Por qué hay guerras en el mundo? ¿Por qué hay esa tensión internacional constante? ¿Qué le pasa al mundo? ¿Por qué ha habido esas guerras mundiales en este siglo? ¿Por qué sigue habiendo peligro de guerra y por qué hay toda esa intranquilidad, desacuerdo y conflictos entre los hombres? Según esta Bienaventuranza, hay una sola respuesta a estas preguntas —el pecado. Nada más; sólo el pecado. Nos volvemos a encontrar, pues, de inmediato con la doctrina del hombre y con la doctrina del pecado-teología, de hecho. El pacificador ya no es lo que era; esto es teología. La explicación de todos nuestros problemas es la concupiscencia, codicia, egoísmo, egocentrismo, humanos; es la causa de todos los problemas y disensiones, sea entre individuos o entre grupos en una misma nación, o entre naciones. Por ello no se puede comenzar a entender el problema del mundo moderno a no ser que uno acepte la doctrina del Nuevo Testamento respecto al hombre y al pecado, y en este pasaje se nos vuelve a inculcar.
O enfoquémoslo de este otro modo. ¿Por qué hay tantos problemas y dificultades en mantener la paz en el mundo? Pensemos en todas las interminables reuniones internacionales que se han celebrado en este siglo para tratar de conseguir la paz. ¿Por qué han fracasado todas ellas y por qué estamos llegando a un punto en que muy pocos tienen confianza en reuniones que los hombres celebren? ¿Cómo se explica esto? ¿Por qué fracasó la Liga de Naciones? ¿Por qué parece estar fracasando las Naciones Unidas? ¿Qué pasa? Me parece que hay una sola respuesta adecuada para estas preguntas; y no es ni política, ni económica, ni social. La respuesta una vez más es esencial y primordialmente teológica y doctrinal. Y porque el mundo en su necedad y ceguera no lo reconoce, pierde tanto tiempo. El problema, según la Escritura, está en el corazón del hombre, y hasta que el corazón del hombre no cambie, nunca se resolverá su problema tratando de manipular la superficie. Si la raíz del problema se halla en el manantial del que procede la corriente, ¿no es evidente que es perder el tiempo, el dinero y la energía echar sustancias químicas en la corriente a fin de corregir el mal estado de las aguas? Hay que ir a la raíz. Ahí está el problema básico; nada produce efecto mientras el hombre siga siendo lo que es. La necedad trágica de este siglo nuestro es el no acertar a ver esto. Y, por desgracia, este fallo se encuentra no sólo en el mundo sino en la Iglesia misma. Cuan a menudo ha venido la Iglesia predicando sólo acerca de estos esfuerzos humanos, predicando la Liga de Naciones y las Naciones Unidas. Esto contradice la doctrina bíblica. No me entiendan mal. No digo que no haya que hacer todos esos esfuerzos en el terreno internacional; lo que digo es que el hombre que pone la fe en estas cosas no contempla a la vida y el mundo desde el punto de vista de la Biblia. Según ella, el problema está en el corazón del hombre y sólo un corazón nuevo, sólo un hombre nuevo puede resolver ese problema. Es 'del corazón' que proceden los malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, celos, envidias, malicia y todo lo demás; y mientras los hombres sean así no podrá haber paz. Lo que hay dentro saldrá a la superficie. Digo, pues, una vez más que no hay nada en la Escritura, al menos que yo sepa, que condene tan radicalmente el humanismo y el idealismo como el Sermón del Monte, que parece que ha sido siempre el pasaje favorito   de los humanistas. Lo han vaciado de su doctrina, y lo han convertido en algo totalmente diferente.
Esta enseñanza, pues, es de importancia vital en los tiempos actuales, porque sólo cuando veamos al mundo nuestro en una perspectiva adecuada por medio del Nuevo Testamento comenzaremos a entenderlo. ¿Se sorprenden de que haya guerras y rumores de guerra? No deberían sorprenderse si son cristianos; es más, deberían considerarlo como una confirmación extraña y extraordinaria de la enseñanza bíblica. Recuerdo que hace unos veinte años causé sorpresa a unos buenos cristianos porque no me mostré entusiasta de lo que se llamó el pacto Kellogg. (*) Estaba en una reunión cristiana cuando llegó la noticia del pacto Kellogg, y recuerdo que un diácono presente en esa reunión se levantó y propuso que la reunión no siguiera el programa acostumbrado de testimonios y estudio de problemas de la vida espiritual, sino que se dedicara todo él a hablar de ese pacto. Para él era algo magnífico, algo que iba a poner a la guerra fuera de la ley para siempre, y se sorprendió de mi falta de entusiasmo. No creo que necesite decir nada más. Nuestro enfoque ha de ser doctrinal y teológico. El problema está en el corazón del hombre, y mientras sea así, estas manipulaciones superficiales no pueden resolver el problema en forma definitiva.
Teniendo presente esto, examinemos el texto en forma positiva. Lo que el mundo de hoy necesita sobre todo es pacificadores. Si todos lo fuéramos no habría problemas. ¿Qué es entonces un pacificador? Es obvio que no es una cuestión de disposición natural. No quiere decir una persona tranquila, fácil, de las de 'paz a toda costa.' No quiere decir la clase de hombre que dice, 'Con tal de evitar problemas, lo que sea.' No puede querer decir esto. ¿No hemos estado de acuerdo en que ninguna de las Bienaventuranzas refiere a disposiciones naturales? Pero hay algo más. Esas personas fáciles, que quieren la paz a costa de lo que sea, carecen de sentido de justicia; no se mantienen firmes en lo que debieran; son flojos. Parecen agradables; pero si todo el mundo se basara en tales principios y estuviera dirigido por personas así, estaría todavía peor de lo que está. Por esto añadiría que el verdadero pacificador no es, por así decirlo, un 'aplacador.' Se puede posponer la guerra aplacando; pero suele significar que se hace algo injusto a fin de evitar la guerra. El simple evitar la guerra no crea la paz, no resuelve el problema. Esta generación debería saber esto con absoluta certeza.   No; no es aplacar.
¿Qué es, pues, un pacificador? Es alguien del que se pueden decir dos cosas principales. En el aspecto pasivo, se puede decir que es pacífico, porque el pendenciero no puede ser pacificador. Luego, en sentido activo, esta persona debe ser pacífica, debe buscar la paz en forma activa. No se contenta con dejar las cosas como están, no trata de mantener el status quo. Desea la paz, y hace todo lo que puede por crearla y mantenerla. Es alguien que trata en forma activa que haya paz entre las personas, entre grupos, entre naciones. Es obvio, por tanto, que se puede decir que es alguien que está por encima de todo preocupado por conseguir que todos los hombres estén en paz con Dios. Este es, en esencia, el pacificador, pasiva y activamente, negativa y positivamente pacífico, el que no sólo no causa problemas, sino que hace todo lo posible por crear paz.
¿Qué implica esto? Ante todo lo que he venido diciendo, es evidente que conlleva la necesidad de una perspectiva del todo nueva. Implica una naturaleza nueva. Para decirlo con una sola frase, significa un corazón nuevo, un corazón limpio. En estos asuntos, hay, como hemos visto, un orden lógico. Sólo el hombre de corazón limpio puede ser pacificador porque, como recordarán, vimos que la persona que no tiene corazón limpio, que tiene un corazón lleno de envidia, celos y todas esas cosas horribles, nunca podría ser pacificador. Hay que purificar completamente el corazón antes de que uno pueda pacificar. Pero ni siquiera nos detenemos ahí. Ser pacificador significa obviamente que uno debe tener una idea del todo nueva de sí mismo, y en esto vemos cómo se relaciona con nuestra definición del manso. Antes de que uno pueda ser pacificador, hay que liberarse de sí mismo, del egoísmo, del buscarse siempre a sí mismo. Antes de poder ser pacificador hay que olvidarse por completo de sí mismo porque mientras uno piense en sí mismo, en protegerse, no se puede actuar adecuadamente. Para ser pacificador se debe ser, por así decirlo, del todo neutral a fin de poder reconciliar a las dos partes. No se puede ser sensible, susceptible, no se puede estar a la defensiva. De lo contrario no se puede ser un buen pacificador.
Quizá se podría explicar mejor así. Pacificador es aquel que no lo ve todo en función del efecto que produce en sí mismo. Ahora bien, ¿acaso no está ahí la raíz de todos nuestros problemas? Vemos las cosas en función del efecto que nos producen. '¿De qué me sirve? ¿Qué significa para mí?' Y en cuanto pensamos así, por necesidad se sigue la guerra, porque todos hacen lo mismo. Así se explican las discusiones y discordias. Todo el mundo ve las cosas desde un punto de vista egoísta. '¿Me conviene? ¿Se respetan mis derechos?' La gente no se interesa por las causas a las que deberían servir, o por lo que puede unir. Todo es, '¿En qué me afecta? ¿Qué efecto produce en mí?' Este es precisamente el espíritu que conduce a conflictos, malos entendidos y discusiones, y es lo opuesto a ser pacificador.
Lo primero, por tanto, que debemos decir en cuanto al pacificador es que tiene una idea del todo nueva de sí mismo, una idea que viene a ser la siguiente. Se ha visto a sí mismo y ha llegado a la conclusión de que en un sentido no vale la pena preocuparse en absoluto por este yo miserable y pecador. Es tan miserable; no tiene ni derechos ni privilegios; nada merece. Si uno se ha visto a sí mismo como pobre en espíritu, si uno ha llorado por tener el corazón ennegrecido, si uno se ha visto a sí mismo de verdad y ha tenido hambre y sed de justicia, no tratará uno ya más de defender derechos y privilegios, no preguntará, '¿Qué provecho hay para mí en esto?' Habrá uno olvidado este yo. Es más, no podemos estar de acuerdo en que una de las mejores piedras de toque para saber si somos o no verdaderos cristianos no es precisamente este: ¿Odio mi yo natural? Nuestro Señor dijo, 'El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará. Con esto quiso decir amarse a sí mismo, al hombre natural, a la vida natural. Esta es una de las mejores pruebas de si somos cristianos o no. ¿Han llegado a odiarse a sí mismos? ¿Pueden decir con Pablo, '¡Miserable de mi!´? Si no, si no pueden, no serán pacificadores.
El cristiano es un hombre que tiene doble personalidad, el hombre viejo y el nuevo. Odia al viejo y le dice, '¡A callar! ¡Déjame en paz! No tengo nada que ver contigo.' Tiene una idea nueva de la vida, y esto implica sin duda que también tiene una idea nueva de los demás. Se preocupa por ellos; los ve en forma objetiva, y trata de verlos a la luz de la enseñanza bíblica. El pacificador es aquel que no habla de los demás aunque sean agresivos y difíciles. No pregunta, '¿Por qué son así?' Dice, 'Son así porque todavía están bajo el dios de este mundo, "el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia." Esa pobre persona es víctima del yo y de Satanás; está esclavizada; tengo que tener piedad y misericordia de él.' En cuanto empieza a verlo así está en condiciones de ayudarlo, y es probable que haga las paces con él. Se debe tener, pues, una idea completamente nueva de los demás.
También significa una idea nueva del mundo. El pacificador tiene una sola preocupación, y es la gloria de Dios. Esta fue la única preocupación de Jesucristo. Su único interés en la vida no fue él mismo, sino la gloria de Dios. Y el pacificador es aquel cuya preocupación básica es la gloria de Dios, es aquel que dedica la vida a procurar esa gloria. Sabe que Dios hizo perfecto al hombre, y que el mundo tenía que ser el paraíso; por esto cuando ve todas las discordias y disputas individuales e internacionales ve algo que no contribuye a la gloria de Dios. Esto y sólo esto le preocupa. Muy bien; con estas tres ideas nuevas se sigue esto. Es un hombre que está dispuesto a humillarse, a hacer lo que sea a fin de promover la gloria de Dios. Desea tanto esto que está dispuesto a sufrir a fin de conseguirlo. Está incluso dispuesto a sufrir injusticias a fin de que se consiga la paz y de que la gloria de Dios aumente. Ve cómo ha acabado consigo mismo y con su egoísmo. Dice, 'Lo que importa es la gloria de Dios, que esa gloria se manifieste entre los hombres.' Por esto si sufrir puede conducir a esto, está dispuesto a aceptarlo.
Esta es la teoría. Pero ¿qué se puede decir de la práctica? Es importante esto, porque ser pacificador no quiere decir que uno se sienta a estudiar teóricamente este principio. En la práctica es que se demuestra si se es o no pacificador. No pido perdón por decirlo con sencillez, casi en una forma elemental. ¿Cómo se consigue en la práctica? Primero y sobre todo significa que uno aprende a no hablar. Si se pudiesen controlar las lenguas habría muchas menos discordias en el mundo. Santiago lo dice muy bien, 'Todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse.' Creo que esta es una de las formas mejores de ser pacificador, que uno aprenda a no hablar. Cuando le dicen algo, por ejemplo, y uno tiene la tentación de contestar, no lo haga. No sólo esto; no repita lo que se le dice si sabe que va a causar daño. No se es amigo de verdad cuando se le dice al amigo algo desagradable que alguien dijo de él. Esto no ayuda; es amistad falsa. Además, aparte de todo lo demás, las cosas desagradables no merecen repetirse. Debemos controlar la lengua. El pacificador no va diciendo cosas. A menudo tiene ganas de decirlas, pero en bien de la paz no lo hace. El hombre natural es muy fuerte. A menudo se oye decir a los cristianos, 'Debo decir lo que pienso.' ¿Qué pasaría si todo el mundo fuera así? No; no hay que excusarse ni hablar como hombre natural. Como cristianos debemos ser hombres nuevos, hechos a imagen y semejanza del Señor Jesucristo, 'prontos para oír, tardos para hablar, tardos para airarse.' Si predicara acerca de la situación internacional mi único comentario sería éste. Creo que se habla demasiado en el campo de relaciones internacionales; no creo que sea bueno estar siempre denostando a otra nación. Nunca es bueno decir cosas desagradables. Uno puede organizarse tanto para la guerra como para la paz; pero no hay que hablar. Una de las cosas principales para fomentar la paz es saber cuándo no hay que hablar.
Otra cosa que diría es que hay que examinar todas las situaciones a la luz del evangelio. Cuando uno está frente a   una   situación   que puede crear problemas, no sólo no hay que hablar sino que hay que pensar. Hay que examinar la situación en el contexto del evangelio y preguntarse, '¿Cuáles son las implicaciones de esto? No sólo me afecta a mí. ¿En qué afecta a la Causa? ¿A la Iglesia? ¿A la Organización? ¿A toda la gente que depende de ello? ¿A los de afuera?' En cuanto uno comienza a pensar así empieza a contribuir a la paz. Pero si uno piensa en función de intereses personales habrá guerra.
El principio siguiente que les pediría que aplicaran es éste. Deben mostrarse positivos y hacer todo lo posible para encontrar métodos y maneras de promover la paz. Recuerden aquel dicho tan vigoroso, 'Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer.' Ahí está su enemigo, que ha dicho cosas terribles acerca de ustedes. Bien, no le han contestado, han dominado la lengua. No sólo esto, sino que han dicho, 'Me doy cuenta de que es el diablo que actúa en él y por tanto no le voy a contestar. Debo tener compasión y pedirle a Dios que lo libere, que le haga ver que es víctima de Satanás.' Bien; este es el segundo paso. Pero hay que ir más allá. Tiene hambre, no le han salido bien las cosas. Ahora comiencen a buscar maneras de ayudarlo. Quiere decir que a veces, para decirlo de una manera bien sencilla, tendrán que humillarse y acercarse a la otra persona. Hay que tomar la iniciativa de hablarle, de quizá pedirle perdón, de tratarlo con cordialidad, haciendo todo lo posible para crear paz.
Y lo último que hay que hacer en el terreno práctico es que, como pacificadores, debemos tratar de difundir la paz dondequiera que nos hallemos. Lo conseguimos siendo desprendidos, amables, asequibles, no insistiendo en la dignidad personal. Si no pensamos para nada en nosotros, la gente sentirá. 'Me puedo acercar a esa persona, sé que me tratará con simpatía y comprensión, sé que comunicará ideas basadas en el Nuevo Testamento.' Seamos así para que los demás se nos acerquen, para que incluso los de espíritu amargado se sientan en cierto modo condenados cuando nos miren, y quizá se sientan impulsados a hablarnos acerca de sí mismos y de sus problemas. El cristiano ha de ser así.
Permítanme resumir todo lo dicho de esta manera: la bendición que se pronuncia sobre estas personas es que 'ellos serán llamados hijos de Dios.' Llamados quiere decir 'poseídos.' 'Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán "poseídos" como hijos de Dios.' ¿Quién va a poseerlos? Dios va a poseerlos como a hijos suyos. Quiere decir que el pacificador es hijo de Dios y que es como su Padre. Una de las definiciones más hermosas del ser y de la naturaleza de Dios en la Biblia se contiene en las palabras, 'El Dios de Paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo' (He. 13:20). Y Pablo, en la Carta a los Romanos, habla dos veces del 'Dios de paz' y ora para que sus lectores reciban la paz de Dios Padre. ¿Qué significado tiene el adviento? ¿Por qué vino el Hijo de Dios a este mundo? Porque Dios, aunque es santo y justo y absoluto en todos sus atributos, es un Dios de paz. Por esto envió a su Hijo. ¿De dónde procedió la guerra? Del hombre, del pecado, de Satanás. Así entró la discordia en este mundo. Pero este Dios de paz, lo digo con reverencia, no se ha aferrado a su dignidad; ha venido, ha hecho algo. Dios ha producido paz. Se ha humillado a sí mismo en su Hijo para conseguirla. Por esto los pacificadores son 'hijos de Dios.' Lo que hacen es repetir lo que Dios ha hecho. Si Dios hubiera insistido en sus derechos y dignidad, en su Persona, todos nosotros, y todo el género humano hubiera quedado condenado al infierno y a la perdición absoluta. Por ser Dios un 'Dios de paz' envió a su Hijo, y con ello nos ofreció el camino de salvación. Ser pacificador es ser como Dios y como el Hijo de Dios. Se le llama, lo recordarán, 'Príncipe de paz,' y saben lo que hizo como tal. Aunque no consideró como usurpación el ser igual a Dios, se humilló a sí mismo. No tenía necesidad de venir. Vino porque quiso, porque es el Príncipe de paz.
Pero aparte de esto, ¿cómo hizo la paz? Pablo, escribiendo a los Colosenses, dice 'haciendo la paz mediante la sangre de su cruz.' Se dio a nosotros para que pudiéramos tener paz con Dios, paz dentro de nosotros, y los unos con los otros. Tomemos esa gloriosa afirmación del segundo capítulo de Efesios, 'Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz.' Ahí está todo, y por esto lo he reservado para el final, para que podamos recordar, aunque olvidemos todo lo demás, que ser pacificador es ser así. No se aferró a sus derechos; no se aferró a la prerrogativa de la divinidad y de la eternidad. Se humilló a sí mismo; vino como hombre, se humilló hasta la muerte de cruz. ¿Por qué? No pensó para nada en sí mismo. 'Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús.' 'No mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.' Esta es la enseñanza del Nuevo Testamento. Acaben con el yo, y luego comiencen a seguir a Jesucristo. Dense cuenta de lo que hizo por ustedes a fin de que puedan disfrutar de la paz de Dios, y comenzarán a desear que también los demás la posean. Así pues, olvidándose de sí, y humillándose, sigan las pisadas de Aquel que 'no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente.' Esto es todo. Que Dios nos dé gracia para ver esta verdad gloriosa y para ser reflejos, imitaciones del Príncipe de Paz, y verdaderos hijos del 'Dios de paz.'


***
Estudios Sobre el Sermón del Monte

por D. Martyn Lloyd-Jones

Pastor, Iglesia Westminster, Londres



CAPITULO I Introducción General
CAPITULO II Consideraciones Generales y Análisis
CAPITULO III Introducción a las Bienaventuranzas
CAPITULO IV Bienaventurados los Pobres en Espíritu
CAPITULO V Bienaventurados los que Lloran
CAPITULO VI Bienaventurados los Mansos
CAPITULO VII Justicia y Bienaventuranza
CAPITULO VIII Las Piedras de Toque del Apetito Espiritual
CAPITULO IX Bienaventurados los Misericordiosos
CAPITULO X Bienaventurados los de Limpio Corazón
CAPITULO XI Bienaventurados los Pacificadores
CAPITULO XII El Cristiano y la Persecución
CAPITULO XIII Gozo en la Tribulación
CAPITULO XIV La Sal de la Tierra
CAPITULO XV La Luz del Mundo
CAPITULO XVI Que Vuestra Luz Alumbre
CAPITULO XVII Cristo y el Antiguo Testamento
CAPITULO XVIII Cristo Cumple la ley de los Profetas
CAPITULO XIX Justicia Mayor que la de los Escribas y Fariseos
CAPITULO XX La Letra y el Espíritu
CAPITULO XXI No Matarás
CAPITULO XXII Lo Pecaminosidad Extraordinaria del Pecado
CAPITULO XXIII Mortificar el Pecado
CAPITULO XXIV Enseñanza de Cristo Acerca del Divorcio
CAPITULO XXV El Cristiano y Los Juramentos
CAPITULO XXVI Ojo por Ojo y Diente por Diente
CAPITULO   XXVII La Capa y la Segunda Milla
CAPITULO   XXVIII Negarse a Sí Mismo y Seguir a Cristo
CAPITULO  XXIX Amar a los Enemigos
CAPITULO  XXX ¿Qué Hacéis de Más?
CAPÍTULO XXXI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXII Cómo Orar
CAPITULO XXXIII Ayuno
CAPITULO XXXIV Cuando ores
CAPÍTULO XXXV Oración: Adoración
CAPÍTULO XXXVI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXVII Tesoros en la Tierra y en el Cielo
CAPITULO XXXVIII Dios o las Riquezas
CAPITULO XXXIX La Detestable Esclavitud del Pecado
CAPITULO XL No Afanarse
CAPITULO XLI Pájaros y Flores
CAPITULO XLII Poca Fe
CAPITULO XLlll Fe en Aumento
CAPÍTULO XLIV Preocupación: Causas y remedio
CAPITULO XLV 'No Juzguéis'
CAPITULO XLVI La Paja y la Viga
CAPITULO XLVII Juicio y Discernimiento Espirituales
CAPITULO XLVIII Buscar y hallar
CAPÍTULO XLIX La Regla de Oro
CAPITULO L La Puerta Estrecha
CAPITULO LXI El Camino Angosto
CAPITULO LII Falsos profetas
CAPITULO LIII El Árbol y el Fruto
CAPITULO LIV Falsa Paz
CAPITULO LV Hipocresía Inconsciente
CAPITULO LVI Las Señales del Autoengaño
CAPITULO LVII Los dos Hombres y las dos Casas
CAPITULO LVIII ¿Roca o Arena?
CAPITULO LIX La Prueba y la Crisis de la Fe
CAPITULO LX Conclusión
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