Segunda Confesión Helvética

Artículo 11

JESUCRISTO, DIOS Y HOMBRE VERDADERO Y ÚNICO SALVADOR DEL MUNDO

Artículo 12
   
LA LEY DE DIOS

Artículo 13

EL EVANGELIO DE JESUCRISTO, LAS PROMESAS, EL ESPÍRITU Y LA LETRA

Artículo 14

EL ARREPENTIMIENTO Y LA CONVERSIÓN DEL HOMBRE

Artículo 15

LA VERDADERA JUSTIFICACIÓN DE LOS CREYENTES

Artículo 16

LA FE, LAS BUENAS OBRAS Y SU  RECOMPENSA Y LOS «MÉRITOS» DEL HOMBRE

Artículo 17

LA SANTA, CRISTIANA Y  UNIVERSAL IGLESIA DE DIOS Y LA ÚNICA CABEZA DE LA IGLESIA

Artículo 11

JESUCRISTO, DIOS Y HOMBRE VERDADERO Y ÚNICO SALVADOR DEL MUNDO

Cristo es Dios Verdadero.                                          

   Creemos y enseñamos, además, que el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo fue predestinado e impuesto como salvador del mundo desde la eternidad. Creemos que ha sido engendrado por el Padre, no sólo cuando aceptó de la Virgen María carne y sangre y no sólo antes de la creación del mundo, sino antes de toda eternidad, y esto de un modo indefinible. Pues dice Isaías: « ¿Quién quiere contar su nacimiento?» (Isaías 53:8), y dice Miqueas: «Su origen es desde el principio, desde los días del siglo» (Miqueas 5:2). Porque también Juan manifiesta en su Evangelio: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Juan 1:1). Por eso     el Hijo igual al Padre en su divinidad e igual a Él en esencia, o sea, que es Dios verdadero (Filip. 2:11); y esto, por cierto, no puramente de nombre, ni por haber sido aceptado como Hijo, ni en virtud de alguna demostración especial de la gracia, sino por naturaleza y esencia, como el apóstol Juan también lo escribe: «Éste es el Dios verdadero y la vida eterna» (1 Juan, 5:20).

  Dice Pablo: A su hijo lo «constituyó heredero de todo, por el cual, asimismo, hizo el Universo: El cual siendo el resplandor de su gloria, y la misma imagen de su sustancia, y sustentando todas las cosas con la palabra de su potencia...» (Hebr. 1:2 y 3). Porque también en el Evangelio ha dicho el Señor mismo: «Ahora pues. Padre, glorifícame tú cerca de ti mismo con aquella gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo fuese» (Juan 17:5). Y en otro lugar del Evangelio leemos que los judíos intentaban matar a Jesús, porque él «llamaba a su Padre Dios, haciéndose igual a Dios» (Juan 5:18).

  De aquí que desechemos rotundamente la impía doctrina de Arrio y todos los arríanos, los cuales niegan la filialidad divina de Jesús. Y en especial desechamos radicalmente las blasfemias del español Miguel Servet y todos sus partidarios, blasfemias que Satanás, valiéndose de esos hombres, ha sacado del infierno contra el Hijo de Dios y anda esparciendo por todo el mundo de una manera insolentísima e impía.

Cristo, hombre verdadero de carne y hueso.

Creemos y también enseñamos que el Hijo eterno de Dios eterno se hizo hombre, criatura humana, de la simiente de Abraham y David; pero no en virtud de ser engendrado por un varón, como ha dicho Ebión, sino que fue concebido de la forma más pura y limpia posibles por el Espíritu Santo y nació de María, que siempre fue Virgen, como lo relata concienzudamente la historia evangélica (Mat. 1).

Cristo, hombre verdadero con carne y alma.

También Pablo dice: «Porque ciertamente no tomó a los ángeles, sino a la simiente  de  Abraham  tomó»  (Hebr.2:16). Igualmente afirma el apóstol Juan que quien no crea que Cristo ha venido en carne; quien así no crea, no es de Dios. Es decir, la carne de Cristo no era de aparente naturaleza, ni tampoco descendida del cielo, como soñaban Valentín y Marción. Tampoco carecía el alma de nuestro Señor Jesús de sentimiento y razón, como pensaba Apolinario; ni poseía un cuerpo sin alma, como Eunomio enseñaba;

Cristo posee alma y razón.

Sino que tenía un alma dotada de razón y un cuerpo con facultades sensoriales, que durante su Pasión le hicieron sufrir verdaderos dolores, como él mismo dice: «Mi alma está muy triste hasta la muerte» (Mat. 26:38). Y también: «Ahora  está turbada mi  alma» (Juan (12:27).

Las dos naturalezas de Cristo.

  De aquí que reconozcamos en nuestro Señor Jesucristo, el único y siempre el mismo, dos naturalezas o modos sustanciales de ser: Una divina y una humana (Hebr. 2). Acerca de ambas decimos que están unidas, pero esto de manera tal que ni se hallan entrelazadas entre sí, ni reunidas, ni mezcladas. Más bien están unidas y ligadas en una sola persona, de manera que las propiedades de ambas naturalezas siempre persisten.

Solamente un Cristo y no dos.

O sea, que nosotros veneramos solamente a un Señor Jesucristo, pero no a dos Señores distintos. En una sola persona Dios verdadero y hombre verdadero, sustancialmente, según la naturaleza divina, igual al Padre; más según la naturaleza humana, sustancialmente igual a nosotros y en todo semejante a nosotros, excepto en lo concerniente al pecado (Hbr. 4:15).

Sectas,  La naturaleza divina de Cristo no ha sufrido y su naturaleza humana no está en todas partes.

Por esta razón desechamos rotundamente la doctrina de los nestorianos, que de un solo Cristo hacen dos y desarticulan la unidad de la persona de Cristo. Asi mismo, condenamos la necedad de Eutiques y de los monotelistas o monofisitas, que borran las propiedades de la naturaleza humana.

Tampoco enseñamos que la divina naturaleza en Cristo haya sufrido o que Cristo en su naturaleza humana exista todavía en este mundo o se encuentre en todas partes.

Ni creemos ni enseñamos que el verdadero cuerpo de Cristo, luego de la glorificación, haya sucumbido o haya sido divinizado, y esto de manera que haya renunciado a las cualidades de cuerpo y alma retornando así a su naturaleza divina, o sea, que desde entonces tenga solamente una naturaleza.

Sectas.

De aquí que estemos completamente disconformes con las sutilezas necias, confusas y oscuras y siempre variadas de un Schwenkfeid y semejantes  acróbatas  intelectuales  con respecto a esta cuestión. Creemos, por el contrario, que nuestro Señor Jesucristo verdaderamente ha padecido en su carne por nosotros y por nosotros ha muerto,  como dice Pedro:  (1 Pedro 4:1).

Nuestro Señor padeció Verdaderamente.

Aborrecemos la opinión loca de los jacobitas y todos los turcos, que niegan y escarnecen los padecimientos de Jesús. Al mismo tiempo, no negamos que el Señor de la gloria, según palabras del apóstol Pablo, haya sido crucificado por nosotros (1 Cor. 2:8).

Communicatio Idiomatum.

Con fe y reverencia nos valemos de la doctrina, que basada en la Sagrada Escritura manifiesta que las propiedades o cualidades anejas a una de las naturalezas de Cristo pueden aplicarse algunas veces también a la otra. Esta doctrina fue aplicada ya por los antiguos padres de la Iglesia al interpretar y comparar pasajes de la Escritura aparentemente contradictorios.

La verdadera Resurrección de Cristo.

  Creemos y enseñamos que este nuestro Señor Jesucristo con el cuerpo verdadero con que fue crucificado y murió ha resucitado de entre los muertos sin procurarse otro cuerpo en lugar del sepultado y sin adoptar espíritu en lugar del cuerpo, sino que conservó su cuerpo verdadero. Por eso muestra a sus discípulos, que  imaginaban  ver el espíritu del Señor, sus manos y sus pies con las heridas de los clavos, y al hacerlo, les dice: «Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy: palpad, y ved; que el espíritu ni tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (Luc. 24:39).

La verdadera Ascensión de Cristo.

  También creemos que nuestro Señor Jesucristo con su mismo cuerpo ha ascendido a todos los cielos visibles hasta el mismo cielo, la morada de Dios y de de los santos, hasta la diestra de Dios. Y si esto significa, en primer lugar, una verdadera comunión con la gloria y la majestad, aceptamos que el cielo es un lugar determinado, lugar al que el Señor se refiere en el Evangelio: «Voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (Juan 14:2). Pero también dice el apóstol Pedro: «Es menester que el cielo tenga a Cristo hasta los tiempos de la restauración  de  todas las cosas»  (Hech. 3:21). Pero desde los cielos volverá de nuevo para el Juicio: Entonces es cuando la maldad en el mundo habrá llegado a su apogeo, y el Anticristo, después de haber destruido la verdadera fe e inundado todo de superstición e impiedad, habrá asolado la Iglesia a sangre y fuego (Dan. 11). Pero Cristo volverá para ayudar a los suyos, aniquilará con su venida al Anticristo y juzgará a los vivos y a los  muertos  (Hech.  17:31).  Pues  los muertos resucitarán (1 Tesal. 4:14 sgs), y los vivos, que en aquel día (que ninguna criatura sabe cuándo será (Marc. 13:32) aun queden serán transformados en un momento y todos los creyentes en Cristo serán arrebatados en los aires, a fin de que juntamente con él entren en las moradas de la bienaventuranza y vivan eternamente (1 Cor. 15:51 y 52). En cambio, los incrédulos y los impíos irán con los demonios al infierno, donde se abrasarán eternamente sin poder ser redimidos de sus tormentos (Mat. 25:46).

Sectas.

Por eso desechamos las doctrinas de todos aquellos que niegan la verdadera resurrección del cuerpo (2 Tim. 2:18) e igualmente desechamos la opinión de quienes, como Juan de Jerusalem (contra el cual ha escrito  Jerónimo), sustentan una idea errónea sobre los cuerpos celestiales.  Asimismo, desechamos la opinión de quienes han creído que también los demonios y todos los impíos llegarían a ser salvados y con ello acabaría su castigo. Pues el Señor ha dicho simplemente: «El gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga» (Marc. 9:48). Además desechamos los sueños judíos, según los cuales precederá al Día del Juicio una edad de oro en la que los piadosos, una vez aherrojados sus impíos enemigos, serán dueños de los reinos de este mundo. Pero la verdad conforme a los Evangelios y la doctrina apostólica es completamente diferente:  Mat. 24 y 25; Luc. 18; también 2 Tes. 2 y 2 Tim. 3 y 4.

El fruto de la muerte y la resurrección de Cristo. 

Continuando:  Mediante  sus padecimientos y  su muerte y todo aquello que nuestro Señor ha hecho por nosotros desde que vino en carne y por todo cuanto hubo de hacer y sufrir, él ha reconciliado al Padre celestial con todos los creyentes, ha borrado el pecado, arrebatado a la muerte su poder, quebrantado la condenación y el infierno, y por su resurrección de entre los muertos ha traído a la luz la vida y la inmortalidad y las ha repuesto, en fin. Pues él es nuestra justicia, nuestra vida y nuestra resurrección, y aún más: La perfección y redención de todos los creyentes, su salvación  y  su  superabundante  riqueza (Rom. 4:25; 10:4; 1 Cor. 1:30; Juan 6:33 sgs; 11:25 sgs). Porque el apóstol dice: «Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud» (Col. 1:19), «y en él estáis cumplidos, sois perfectos» (Col. 2:9 y 10).

Jesucristo,  el único Salvador del mundo y el verdadero y esperado Mesías.

  Enseñamos y creemos que este Jesucristo, nuestro Señor, es el único y eter no Salvador de la generación humana y hasta del mundo entero, en tanto por la fe todos son salvados: los que vivieron antes de la promulgación de la Ley, los que estaban bajo la Ley y los que estaban bajo el Evangelio han alcanzado la salvación o la alcanzarán antes de que llegue el final de este tiempo en que vivimos. Y es que el Señor mismo dice en el Evangelio: «El que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino que entra por otra parte, el tal es ladrón y robador...» «Yo soy la puerta de las ovejas» (Juan 10:1 y 7). También dice en otro pasaje del Evangelio de Juan: «Abraham vuestro padre se gozó por ver mi día; y lo vio y se gozó»  (Juan 8:56). Pero también el apóstol Pedro dice: «En ningún otro hay salvación (fuera de Cristo); porque no ha sido dado a los hombres otro nombre bajo el cielo, nombre por el que somos salvos» (Hech. 4:12; 10:43; 15:11). En el mismo sentido escribe Pablo: Nuestros padres «comieron la misma vianda espiritual y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la piedra espiritual que los seguía, y la piedra era Cristo» (1.a Cor. 10:3 y 4). Así, también leemos que Juan ha dicho que Cristo es el cordero, sacrificado desde la fundación del mundo» (Apoc. 13:8). Y Juan, el Bautista, testimonia: «He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29).

  Por eso confesamos y predicamos en alta voz que Jesucristo es el único Redentor y Salvador, rey y Sumo Sacerdote, el verdadero Mesías esperado y bendito, al cual todos los ejemplos de la Ley y de las promesas de los Profetas han presentado y prometido de antemano. Dios nos lo ha dado a nosotros mismos como Señor y enviado de manera que no tengamos que esperar a ningún otro. Y nada podemos hacer, por nuestra parte, sino dar toda clase de gloria a Cristo, creer en él y hallar descanso solamente en él, considerando inferiores y desechables todos los demás apoyos que en Ía vida se nos ofrezcan.

  Porque todos los que busquen su salvación en otra cosa que no sea únicamente Jesucristo, han caído de la gracia de Dios y realizan el que Cristo no les valga para nada (Gal. 5:4).

Reconocimiento de las Confesiones proclamadas en los  cuatro primeros Concilios.

Dicho resumidamente: Nosotros creemos de corazón y confesamos libre y abiertamente con la boca lo que contienen las Confesiones de los cuatro primeros y más importantes Sínodos Eclesiásticos de Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedón, así como también la Confesión de Atanasio y demás Confesiones sobre el misterio de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo; pues todo ello se basa en las Sagradas Escrituras. Por el contrario, desechamos todo lo que contradice a las mencionadas Confesiones.

Sectas.

De este modo mantenemos firmemente la fe pura, sin mácula, justa y universal, la fe cristiana; porque sabemos que en las mencionadas Confesiones nada hay que no corresponda a la Palabra de Dios o no bastase para una verdadera exposición de la fe.

Artículo 12
   
LA LEY DE DIOS

La Ley nos expone la voluntad de Dios.

  Enseñamos que mediante la Ley de Dios nos ha sido expuesto lo que debemos hacer o no hacer y lo que es bueno y justo o malo e injusto. Por lo tanto confesamos que la Ley es buena y santa.

La ley natural.

Las dos tablas de la Ley.

Esta Ley ha sido escrita por el dedo de Dios en el corazón humano (Rom. 2:15) y se denomina «ley natural»; por otra parte ha sido grabada por el dedo de Dios en las dos Tablas de la Ley de Moisés y explicada detalladamente en los libros de Moisés (Exod. 20:1 sgs; Deut. 5:6 sgs).

  Para mayor claridad distinguimos en la Ley tres aspectos:  La ley moral contenida en los Diez Mandamientos y explicada en los Libros de Moisés; La ley ceremonial, que fija las ceremonias y el Culto; La ley forense que se refiere a las estructuras estatales y económicas.

La Ley es perfecta y completa.

   Creemos que mediante dicha Ley divina nos han sido dados a conocer perfectamente la voluntad de Dios y todos los mandamientos necesarios referentes a los diversos campos en que la vida se desenvuelve. Si así no fuese, el Señor tampoco hubiera prohibido: «No añadiréis nada a la palabra que yo os mando, ni disminuiréis nada de ella... (Deut. 4:2;12:32). Es decir. Dios no habría ordenado el comportarse conforme a esa Ley, ni apartarse de ella ni hacia la derecha ni hacia la izquierda.

¿Por qué ha sido dada la Ley?

Enseñamos que esta Ley no ha sido dada a los hombres a fin que por su observancia sean declarados justos, sino mas bien para que por sus acusaciones reconozcamos nuestra debilidad, nuestro pecado, nuestra condenación, y desesperando con respecto a nuestra propia capacidad nos dirijamos en fe a Cristo. Claramente dice el apóstol: «Porque la Ley obra ira» (Rom. 3:20 y 4:15) y «por la Ley es el conocimiento del pecado». Y es que si la Ley nos hubiera sido dada con objeto de hacernos justos y vivientes, la justificación sería realmente por la Ley.  Pero el caso es que la Escritura (la correspondiente a la Ley) ha determinado todo como pecado, a fin de que la promesa sea dada a los creyentes por la fe en Cristo. De aquí que la Ley resulta nuestro educador con vistas a Cristo, con objeto de que seamos declarados justos por la fe (Gal. 3:21sgs).

La carne no puede cumplir la Ley.

Porque ningún hombre puede ni podría satisfacer la Ley de Dios y cumplirla, ya que nuestra carne prosigue débil hasta nuestro postrer suspiro. Vuelve a decir el  apóstol:  «Porque para lograr lo que era imposible a la ley, por cuanto era débil por la carne. Dios envió a su Hijo en semejanza de carne de pecado (Rom. 8:3). Por eso es Cristo el cumplimiento de la Ley y nuestra perfección (Rom 10- 4).

Hasta qué punto ha  sido abolida la Ley.

De modo que la Ley de Dios es abolida, pero en el sentido de que no nos condena ni nos aporta la ira divina; porque estamos bajo la gracia y no bajo la Ley. Además, Cristo ha cumplido todos los mandatos simbólicos de la Ley. Quiere decir esto, que existe la cosa misma y que las sombras han .desaparecido, tenemos en Cristo la verdad y la completa plenitud de la vida.

Esto no significa que desechemos la Ley, menospreciándola, pues tenemos presente las palabras del Señor, que dice: «Yo no he venido para abolir la Ley, sino para cumplirla» (Mat. 5:17).

Sabemos que la Ley nos muestra lo que es la virtud y el vicio. También sabemos que la Ley, si es interpretada conforme al Evangelio, resulta beneficiosa para  la  Iglesia  y  que, por consiguiente, no  debe excluirse en la Iglesia la lectura de la Ley. Pues si bien el rostro de Moisés estaba cubierto con un velo, el apóstol acentúa que ese velo ha sido levantado y desechado por Cristo.

Sectas.                                       

Por estas razones no admitimos nada de cuanto doctrinarios erróneos antiguos y modernos han enseñado en contra de la Ley.

Artículo 13


EL EVANGELIO DE JESUCRISTO, LAS PROMESAS, EL ESPÍRITU Y LA LETRA


La Ley frente al Evangelio.

Frente a la Ley está el Evangelio; pues mientras la Ley promueve la ira de Dios y anuncia maldición, el Evangelio predica la gracia y la bendición. El evangelista Juan ya dice: «La Ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad han venido mediante Jesucristo» (Juan 1:17). No es menos cierto, sin embargo, que tampoco aquellos que antes de la Ley y bajo la Ley han vivido estaban completamente sin evangelio. 

En la antigua Alianza ya había las promesas evangélicas.

  Ya poseían, por  cierto, preciosas promesas evangélicas, como, por ejemplo: «La simiente de la mujer quebrantará la cabeza de la serpiente» (Gen.1:15). «En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra» (Gen. 22:18). «No será quitado el cetro de Judá... hasta que venga el dominador» (Gen. 49:10). «Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, te levantará Jehová, tu Dios: a él oiréis» (Deut. 18:15; Hech. 3:23).

Dos clases de promesas.

Reconocemos que a los padres les fueron concedidas dos clases de promesas, como también a nosotros nos han sido reveladas:  Las unas se referían  a las cosas presentes o terrenales. Por ejemplo: Al país de Canaán y las victorias o, a nosotros, se nos promete, digamos, el pan cotidiano. Las otras promesas se referían y siguen refiriéndose todavía a las cosas celestiales y eternas, o sea, a la gracia divina, el perdón de los pecados y la vida eterna por la fe en Jesucristo.

En la antigua Alianza había no solamente promesas terrenales, sino también espirituales.

  Los antiguos no tenían, pues, simplemente promesas de carácter extemo  y terrenal, sino que también promesas espirituales y celestiales en  Cristo. Dice Pedro: «Con respecto a esa salvación, los profetas que profetizaron de la gracia que había de venir a vosotros, han inquirido y diligentemente buscado» (1 Pedro 1:10). Por eso también el apóstol Pablo ha dicho: «El Evangelio lo había prometido Dios antes por sus profetas en las Sagradas Escrituras» (Rom. 1:2). De todo esto se desprende con meridiana claridad que los antiguos en modo alguno se encontraron sin evangelio.

¿Qué es, realmente el Evangelio?

  Aunque también nuestros padres poseían del modo indicado el evangelio en los escritos de los profetas, evangelio mediante el que alcanzaron la fe en Cristo, ¿a qué se llama Evangelio? En su más profundo significado el Evangelio es el gozoso y bienaventurado mensaje que a nosotros, al mundo, predicaron, primero, Juan el Bautista, luego el Señor Jesucristo mismo y más tarde los apóstoles y sus seguidores. He aquí su contenido: Dios ha realizado lo que había prometido desde la creación del mundo y lo ha realizado enviándonos a su único hijo e incluso nos lo ha donado y, con él también la reconciliación con el Padre, el perdón de los pecados, toda la plenitud y la vida eterna. Por eso se llama con razón  evangelio la historia escrita por los cuatro evangelistas, la cual relata cómo ha  acontecido todo ello y ha sido cumplido por Jesucristo; asimismo, cuenta la historia lo que Cristo ha enseñado y hecho y que aquellos que creen en él poseen la  plenitud de la vida. La predicación y lo escritos de los apóstoles explicándonos  cómo hemos recibido el Hijo de mano  del Padre y cómo en él tenemos ya salvación y vida completas, también se denomina con razón doctrina evangélica, de manera que hasta hoy mantiene nombre  tan glorioso, siempre y cuando dicha doctrina sea rectamente predicada.

Espíritu y letra.         

El apóstol Pablo denomina dicha predicación del Evangelio espíritu y servicio del espíritu, ya que no solamente en los oídos sino que también en el corazón de los creyentes, en virtud de la fe que les  ilumina por el Espíritu Santo (2 Cor. 3: 6), actúa y es cosa viviente. La letra es, al contrario del espíritu, toda manifestación extema, especialmente la doctrina de la Ley, la cual, sin el espíritu y la fe, provoca en el corazón de quienes no están en la fe viva, solamente ira e inclinación al pecado. Por eso el apóstol  Pablo la califica de «servicio de la muerte». Y a ello se refiere cuando afirma: «La letra mata, pero el espíritu vivifica» (2.a Cor. 3:6).

Sectas.

Hubo falsos apóstoles que predicaban el evangelio mezclándolo con la Ley, falsificándola; pues enseñaban que Cristo no puede salvar sin la Ley. Así parece que decían los ebionitas, seguidores del falsario maestro Ebión, y los nazareos, conocidos antiguamente también como míneos. Por nuestra parte, desechamos todas sus opiniones y enseñamos, en tanto anunciamos rectamente el evangelio, o sea, enseñamos y creemos que somos justificados únicamente por el espíritu y no por la Ley. Una explicación más extensa acerca de esto seguirá después bajo el título de «La Justificación».

La doctrina del Evangelio no es nueva, sino la doctrina más antigua.

  Aparentemente, la doctrina del evangelio tal y como fue anunciada, primero, por Cristo semejaba una nueva doctrina en comparación con la doctrina farisaica de la Ley; y aunque también Jeremías profetizó una nueva alianza, la doctrina del evangelio no sólo en su tiempo ya era antigua y hasta hoy lo sigue siendo, sino que es, sin duda, la doctrina más antigua del mundo. Actualmente solamente los  «papistas»  la  denominan  «nueva» porque la comparan con la doctrina que ellos mismos se han confeccionado. En realidad, el designio divino desde toda eternidad ha sido que el mundo se salvase por Cristo, y este propósito y eterno designio lo ha revelado Dios al mundo por el evangelio (2.aim. 1:9-10). Se desprende claramente de esto que la religión y doctrina evangélicas son las más antiguas de todas las doctrinas que fueron, son y serán. De aquí que consideremos que veneran un fatal error y hablan indignamente del designio eterno de Dios todos cuantos llaman a la doctrina evangélica una moderna religión y una fe que apenas si existe desde hace treinta años. A quienes así piensan se refiere la palabra del profeta Isaías, cuando dice: «¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo: que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!» (Isaías 5:20).


Artículo 14

EL ARREPENTIMIENTO Y LA CONVERSIÓN DEL HOMBRE

¿Qué es arrepentimiento? 

  El evangelio está estrechamente vinculado a la doctrina del arrepentimiento. Ya dice el Señor en el evangelio «que se predicase en su nombre el arrepentimiento... en todas las naciones» (Luc. 24:47).



Por arrepentimiento entendemos, pues, nosotros la renovación del pensar y sentir del hombre pecador, renovación que es despertada por la palabra del evangelio y las Sagradas Escrituras y aceptada con verdadera fe:



De este modo el hombre pecador reconoce, también su innata perdición y todos sus pecados, de los que le acusa la palabra de Dios, se  duele cordialmente de sus pecados y no únicamente los llora ante Dios y los confiesa a fondo, lleno de vergüenza;



a la vez, los condena por repugnancia, y la idea firme de mejorar, aspira sin cesar a la inocencia y la virtud,




cosas en que se ejercita a conciencia durante el resto de toda su vida.

Arrepentimiento es volver a Dios.

El verdadero arrepentimiento consiste, realmente, en esto: Sincera y completa inclinación hacia Dios y todo lo bueno y persistente alejamiento del diablo y todo lo malo.

1:  El  arrepentimiento es un donde Dios.

De manera terminante manifestamos que dicho arrepentimiento es un puro don de Dios y no obra de nuestra propia capacidad. Pues el apóstol ordena:  «Un siervo del Señor... corrija con mansedumbre a los que se oponen: por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad» (2 Tim. 2:25).

2:  El arrepentimiento se entristece por los pecados cometidos.

  Aquella mujer pecadora —cuenta el Evangelio— que con sus lágrimas mojó los pies del Señor (Luc. 7:38), y Pedro llorando amargamente y lamentando haber negado al Señor (Luc. 22:62), muestran claramente que el corazón de la persona  arrepentida llora  con verdadera congoja los pecados cometidos.

3:  El arrepentimiento confiesa a Dios los pecados.

Pero también el arrepentido «hijo pródigo» y el publicano de la parábola nos ofrecen excelentes ejemplos de cómo debemos confesar nuestros pecados delante de Dios. El «hijo pródigo» dice: «Padre: He pecado contra el cielo y contra ti; no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaJeros» (Luc. 15: 18 sgs). Y el otro, el publicano, ni siquiera osaba alzar sus ojos al cielo, y golpeando su pecho dijo: «Oh, Dios, ten misericordia de mí» (Luc. 18-13). No dudamos de que a ambos aceptó Dios misericordiosamente. También dice el apóstol Juan: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiamos de toda maldad. Si dijésemos que no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso, y su palabra no está en nosotros» (1 Juan 1:9 y 10).

¿Confesión y absolución del sacerdote?

  Creemos, sin embargo, que esa confesión sincera manifestada sólo ante Dios basta, ora acontezca a solas entre el pecador y Dios ora tenga lugar públicamente en la iglesia, donde es pronunciada la confesión general de los pecados:  No creemos que para lograr el perdón de los pecados sea necesario que el pecador «confiese» sus pecados al sacerdote, susurrándoselos al oído y, viceversa, oyendo del sacerdote —que, por su parte, realiza la imposición de manos— la absolución. En las Sagradas Escrituras no figura ninguna indicación a este respecto y tampoco presentan ejemplos de ello. El rey David testimonia, diciendo: «Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Confesaré, dije, contra mí mis rebeliones para con Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado» (Salmo 32:5). Pero el mismo Señor también nos enseña a orar, diciendo: «Padre nuestro que éstas en los cielos...; perdónanos nuestras deudas, así como también nosotros perdonamos  a nuestros deudores»  (Mat. 6:12).

  Por consiguiente, lo necesario es que confesemos a Dios nuestros pecados y nos reconciliemos con el prójimo si en algo le hemos ofendido. Acerca de esta forma de confesión dice el apóstol Santiago:  «Confesad vuestras faltas unos a otros» (Sant. 5:16).

  Pero si alguien que se ve agobiado bajo la carga de sus pecados y acosado de  tentaciones que le confunden busca consejo, orientación y consuelo en un servidor de la Iglesia o en algún hermano conocedor de la Palabra de Dios, nosotros  nos  manifestamos  conformes  con que lo haga. De una manera especial estamos conformes con la ya antes mencionada confesión general pública de los  pecados, tal y como en la iglesia suele  tener lugar y como en la misma y en reuniones cúlticas suele ser pronunciada.

Las llaves del Reino.

Acerca de las «Llaves del Reino de Dios» que el Señor confió a los apóstoles,, hay muchos que parlotean las cosas más raras y con ellas forjan espadas, alabardas, cetros y coronas a más de la omnipotencia sobre los mayores reinos e igualmente sobre el cuerpo y el alma.

Por nuestra parte, nos guiamos sencillamente por la palabra de Señor y afirmamos que todos los servidores de la Iglesia debidamente llamados a serlo poseen las llaves del reino y pueden ejercer el empleo de las mismas, siempre que prediquen el evangelio, o sea, siempre que el pueblo que ha sido confiado a su fidelidad sea enseñado, amonestado, consolado y castigado y sepan mantener a la gente dentro de la disciplina.

Abrir y cerrar.

De este modo abren el reino de los cielos a los obedientes y o cierran a los desobedientes. El Señor ha prometido (Mat. 16:19)  y entregado las llaves a los Apóstoles (Juán 20:23; Marc. 16:15; Luc. 24:47 y sgs.);  pues ha enviado a sus discípulos y ordenado que prediquen el evangelio  a  todos  los  pueblos  para  perdón de los pecados.

El ministerio de la reconciliación.

En su 2.a epístola a los Corintios dice el apóstol que el Señor ha concedido a sus servidores el ministerio de la reconciliación (2.a Cor. 5: 18 sgs.), explicando, al mismo tiempo, en qué consiste, o sea; en la predicación y la doctrina de la reconciliación. Para aclarar aún mejor sus palabras, añade el apóstol que los servidores de Cristo son «embajadores en nombre de Cristo» y... como si Dios rogase mediante nosotros, os rogamos en nombre de Cristo: «¡Reconciliaos con Dios!»

Los servidores de la Palabra pueden perdonar pecados

  Y esto,  naturalmente, en la obediencia de la fe. De manera, que ejercen el poder de las llaves cuando amonestan a tener fe y a arrepentirse. Es así como reconcilian a los hombres con Dios. Es así como perdonan los pecados, y así es como abren el reino celestial y hacen que entren en él los creyentes. Actuando de este modo se diferencian mucho de aquellos que el Señor menciona en el Evangelio, diciendo: «¡Ay de vosotros, doctores de la Ley!; que habéis quitado la llave del conocimiento; vosotros mismos no encontrasteis, y habéis impedido entrar a quienes lo deseaban» Luc. 11:52).

Cómo acontece el perdón de los pecados.

Los ministros de la Iglesia absuelven los pecados debida y eficazmente, si predican el Evangelio de Cristo juntamente con el perdón de los pecados; este perdón se le promete a cada creyente en particular —igual que cada cual ha sido bautizado  particularmente—. Precisamente, los ministros de la Iglesia deben testimoniar que el perdón es válido para cada cual personalmente. No creemos que la absolución resulte más eficaz si se le susurra a alguien al oído o si sobre su cabeza en particular también se susurra.

  Insistimos en que el perdón de los pecados por la sangre de Jesús tiene que ser predicado celosamente a los hombres, además d¿ que cada cual sea amonestado particularmente, haciéndole ver que dicho perdón le, atañe directamente.

Constancia en la renovación de la vida.

  El Evangelio nos ofrece, por lo demás, ejemplos de cómo los arrepentidos han de andar alerta y esforzados en la aspiración a una nueva vida, intentando eliminar al viejo hombre y despertar el ser del hombre nuevo. El Señor dijo al paralítico, al cual había curado: «Mira; has sido sanado; no peques más, porque podría sucederte algo peor (Juan 5:14). Indultó el Señor a la mujer adúltera, pero le dijo: «Vete y desde ahora no peques más» (Juan 8:11). Con estas palabras no ha querido decir, ni mucho menos, que el hombre llegará a no pecar más mientras viva, sino que recomienda vigilancia y concienzudo celo para que nos esforcemos en todos los sentidos, roguemos a Dios nos ayude a no volver a cometer pecado —del cual, por así decirlo— hemos resucitado y a que no seamos vencidos por la carne, el mundo y el diablo. Según el Evangelio, el publicano Zaqueo, una vez aceptado en gracia por el  Señor, exclama:  «Señor, la mitad de mis bienes la reparto entre los pobres y si  a  alguien  he  engañado,  le  devuelvo cuatro veces más de lo que sonsaqué» (Luc. 19:8). Y así, también predicamos que los verdaderamente arrepentidos deben estar dispuestos a resarcir el mal que hicieron, a ser misericordiosos y a dar limosna, y siempre amonestamos a todos con las palabras del apóstol Pablo: «Que el pecado no domine vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcáis a sus apetitos. No entreguéis vuestros miembros el pecado como instrumentos de injusticia,  sino  entregaos  vosotros  mismos  a Dios, como es propio de quienes han resucitado de entre los muertos y entregad vuestros miembros como instrumentos de justicia» (Rom. 6:12 y 13).

Errores.

Conforme a lo antedicho, desechamos las opiniones de toda la gente que abusando de la predicación evangélica afirman: El retorno a Dios es fácil; pues Cristo ha borrado todos los pecados. Fácil es igualmente lograr el perdón de los pecados y, por consiguiente, ¿por qué no pecar? Tampoco es necesario preocuparse del arrepentimiento.

  Nosotros, sin embargo, enseñamos sin cesar que el llegar a Dios es cosa por nada impedida y que El perdona a todos los creyentes sus pecados con la sola excepción de uno, que es el pecado contra el Espíritu Santo (Marc. 3:29).    

Sectas.

Igualmente desechamos las opiniones de los antiguos y modernos novacianos y también de los cataros.

Las indulgencias papales.

Sobre todo, desechamos la doctrina lucrativa del papa con respecto al arrepentimiento, así como también a su simonía y su comercio simoniaco de las indulgencias: En este caso nos remitimos al juicio pronunciado por Pedro, cuando dice: «Tu dinero perezca contigo, que piensas que el don de Dios se gane por dinero. Tú no tienes ni parte ni suerte en esta cuestión; porque tu corazón no es recto delante de Dios» (Hech. 8:20-21).

Obras expiatoria» propias.

  Desaprobamos también la opinión de quienes creen satisfacer a Dios mediante obras expiatorias por los pecados cometidos. Y es que enseñamos que sólo Cristo, por sus padecimientos y su muerte, ha satisfecho, indultado y pagado por todos los pecados (Isaías 53:1; 1 Cor.1:30).

  No obstante, insistimos, como antes dijimos, en la mortificación de la carne; pero no dejamos de añadir, pese a todo, que no se debe apremiar a Dios a que reconozca dicha mortificación como expiación del pecado. Al contrario: La mortificación ha de ser ejercitada con  toda humildad, como corresponde a los hijos de Dios; ejercitada como una nueva obediencia que emana de la gratitud por la redención y satisfacción perfecta, que hemos recibido por la muerte y el acto expiatorio del Hijo de Dios.

Artículo 15

LA VERDADERA JUSTIFICACIÓN DE LOS CREYENTES


¿Qué significa «justifican»?            

En su doctrina sobre la justificación significa para el  apóstol  Pablo  «justificar»; Perdón de los pecados, indulto de culpa y castigo, ser aceptado por gracia  y ser declarado justo. A los Romanos les escribe: «¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica» (Roma 8.33).

Declarar justo y condenar son cosas contradictorias. En los Hechos de los Apóstoles dice el apóstol:  «Por Cristo os es anunciada remisión de pecados; y de todo lo que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados,  en Cristo es justificado todo aquel que creyere» (Hechos 13:38-39). También en la Ley y los Profetas leemos:  «Cuando haya pleito entre algunos y se llegue a celebrar el  juicio, y sean juzgados, entonces absolverán al justo y condenarán al malvado» (Deut. 25:1). Y se dice en Isaías 5:23: ¡Ay de aquéllos que dan por justo al impío..., porque han sido sobornados!».

A causa de Cristo somos declarados justos.

  Indudablemente, todos nosotros somos pecadores e impíos por naturaleza y ante el trono de Dios se demostrará nuestra injusticia y resultaremos condenados a muerte. Pero es igualmente indudable que ante Dios, nuestro juez, somos declarados justos solamente por la gracia de Cristo, o sea, indultados de pecados y de muerte, sin que valgan ni los méritos propios ni la calidad de la persona. Es imposible manifestarlo más claramente que el apóstol Pablo, cuando dice: «Pues todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, por la redención que es en Cristo Jesús» (Rom.3:23 y 24).

Justicia imputada

Porque Cristo tomó sobre sí los pecados del mundo y los ha borrado, satisfaciendo de esta manera la justicia divina. Únicamente por causa de Cristo, que ha padecido y resucitado. Dios mira  misericordiosamente  nuestros  pecados y no nos los imputa. Por el contrario, nos imputa la justicia de Cristo como si fuera la nuestra propia:  Así, no somos solamente lavados, purificados o santos, sino que también somos hombres que han recibido, además, la justicia de Cristo (2 Cor. 5:19 sgs.; Rom. 4:25). Por consiguiente, somos indultados de los pecados, la muerte y la condenación y somos justos y herederos de la vida eterna. En realidad, pues, sólo Dios nos declara justos y lo hace, por cierto, a causa de Cristo en tanto no nos imputa los pecados, sino la justicia de Cristo.

Justificación

sólo por la fe.

  Dado que recibimos esa justificación no en virtud de estas o aquellas buenas obras, sino únicamente por lo fe en la misericordia de Dios y en Cristo, enseñamos y creemos juntamente con el apóstol que el hombre pecador es justificado sólo por la fe en Cristo, pero no por la Ley o por algunas obras. Pues el apóstol dice:  «Así, llegamos a la conclusión de que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la Ley (Rom. 3:28). Aún más: «Si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse; pero no ante Dios. Porque ¿qué dice la Escritura?: Y creyó Abraham a Dios y le fue imputado como justicia... Mas al que no obra, pero cree en Aquél que justifica al impío, la fe le es contada  por justicia» (Rom. 4:2 sgs.; Gen. 15:6). Y a continuación: «Porque por gracia sois salvos por la fe; y esto no se debe a vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (Efes. 2:8 y 9).

Por la fe aceptamos a Cristo.

De aquí que como la fe acepta a Cristo como nuestra justicia y todo lo atribuye a la gracia de Dios en Cristo, resulta que la fe recibe la justificación sólo por causa de Cristo, pero no porque la fe sea obra nuestra propia. Pues es un don de Dios.

  Por lo demás, el Señor indica de varias  maneras  que  debemos  aceptar  en fe a Cristo. Por ejemplo: Juan 6, donde Cristo dice que el hombre necesita creer para comer y comer para creer. Pues así como nosotros, comiendo, ingerimos el alimento, del mismo modo tomamos parte en Cristo por la fe.

La justificación no debe ser atribuida, en parte, a Cristo o a la fe y, en parte, a nosotros mismos.

   Por eso no dividimos el beneficio de la justificación como si hubiera que atribuirlo, en parte, a la gracia de Dios y, en parte, a nosotros mismos, a nuestro amor,  nuestras obras o nuestros méritos, sino que atribuimos por la fe dicho beneficio enteramente a la gracia de Dios en Cristo.

  Nuestro amor y nuestras obras tampoco agradarían a Dios, ya que proceden de hombres injustos; por eso tenemos que ser, primero, justos y entonces es cuando podemos amar y hacer buenas obras. Mas como ya hemos dicho, somos justos por la fe en Cristo por pura gracia de Dios, que no nos imputa los pecados, sino, por el contrario, nos imputa la justicia de Cristo y nos cuenta por justicia la fe en Cristo. Además, el apóstol hace proceder claramente de la fe el amor, cuando dice: «El fin del mandamiento es la caridad nacida de corazón limpio y de buena conciencia y de fe no fingida» (1 Tim. 1:5).

Comparación entre Santiago y Pablo

  Por eso no nos referimos aquí a la fe hipócrita, vacía, inactiva y muerta, sino a la fe viva y creadora de vida. Se denomina a esta fe «viva», porque lo es; ya que sabe lo que es Cristo, el cual es la vida y crea vida y se manifiesta como viviente en obras vivas. En modo alguno contradice Santiago nuestra doctrina (Sant. 2:14 sgs.), pues él habla de una fe vacía y muerta, de la cual algunos se gloriaban... en tanto no llevaban en fe al Cristo vivo, no lo llevaban en su corazón. Y si Santiago ha dicho que las obras justifican, tampoco pretende con esto contradecir al apóstol Pablo (¡si así fuera, habría que desecharle!), sino lo que pretende es señalar que Abraham demostró con obras su fe viva y justificante, como todos los justos lo hacen, que confían solamente en Cristo y no en sus propias obras. También dice el apóstol Pablo: «Yo vivo; pero no vivo ya yo, sino Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en la carne lo vivo en la fe en el hijo de Dios, el cual me amó y murió por mí. No menosprecio la gracia de Dios; porque si la justicia acontece por la Ley, entonces Cristo ha muerto en vano» (Gal. 2:20 y 21).

Artículo 16

LA FE, LAS BUENAS OBRAS Y SU  RECOMPENSA Y LOS «MÉRITOS» DEL HOMBRE


¿Qué es la fe?      

La fe cristiana no es meramente una opinión o imaginación humana, sino una firmísima confianza, un asentimiento manifiesto y constante del corazón y una comprensión completamente segura de la verdad de Dios, verdad expuesta en las Sagradas Escrituras y en el Credo Apostólico:

La fe es un Don de Dios.

Es  aceptar a Dios mismo como el supremo bien y, especialmente, la promesa divina y a Cristo, el cual es el compendio de todas las promesas. Pero esta fe es enteramente el don de Dios, que El por gracia y conforme a su criterio concede a sus elegidos, y esto cuando El quiere, a quien El lo quiere dar y en la medida que le place; y lo hace por el Espíritu Santo, mediante la predicación del Evangelio y de la oración creyente.

Crecimiento de la fe.

Esta fe puede crecer, y si este crecimiento no fuera dado también por Dios, los apóstoles tampoco habrían dicho: «Señor, auméntanos la fe» (Luc. 17:5).

Todo cuanto hasta ahora hemos dicho acerca de la fe ya lo enseñaron los apóstoles antes que nosotros. Pablo dice: «Es, pues, la fe la sustancia de las cosas que se esperan, la demostración de las cosas que no se ven» (Hebr. 11:1). También dice: «Todas las promesas de Dios son  en él Sí, y en él Amén» (2.a Cor. 1:20),  y escribe a los Filipensas:  «A vosotros ha sido concedido... el creer en Cristo»  (Fil.  1:29).  Asimismo:  «...conforme  a  la medida de fe que Dios repartió a cada uno» (Rom. 12:3). También dice: «Por  que no es de todos la fe» (2.a Tes. 3:2) y «pero no todos obedecen al evangelio» (Rom. 10:16). Mas también Lucas testimonia: «Y creyeron todos los que estaban  determinados para vida eterna»  (Hech. 13:48). Por eso vuelve Pablo a calificar la fe como «la fe de los escogidos de Dios» (Tito 1:1). Y también: «La fe es por el oír; y el oír por la palabra de Dios» (Rom. 10:17). En otros pasajes de sus epístolas indica con frecuencia que hay que rogar de Dios la fe.

La fe eficaz y activa.

  El mismo apóstol se refiere a la «fe que obra por la caridad» (Gal. 5:6). Esta fe trae la paz a nuestra conciencia y nos franquea el paso libre hacia Dios, de modo que nos allegamos hasta él mismo con confianza y de él recibimos lo que nos es beneficioso y lo que necesitamos. También nos mantiene la fe dentro de los límites del deber tanto para con Dios como para con el prójimo y fortalece nuestra paciencia en las tribulaciones, forma y crea el verdadero testimonio y produce, por decirlo brevemente,  buenos  frutos  y  buenas  obras  de todo género.

Buenas obras.

  Por eso enseñamos que las obras realmente buenas solamente surgen de la fe viva por el Espíritu Santo y que los creyentes las hacen conforme a la voluntad y al mandamiento de la palabra de Dios. Pues dice el apóstol Pedro: «Vosotros también,  poniendo  toda  aplicación..., mostrad en vuestra fe virtud, y en la virtud conocimiento, y en el conocimiento templanza...» (2 Pedro 1:5 sgs.). Antes ya dijimos que la ley de Dios, que es la voluntad de Dios, nos da las normas acerca de las buenas obras. Y el apóstol Pablo dice: «La voluntad de Dios es vuestra santificación: que os apartéis de fornicación... y que ninguno oprima ni engañe en nada a su hermano» (1 Tes.4:3 sgs.).

Obras ideadas por los hombres

Y es que Dios no tiene en cuenta obras y actos cúlticos realizados conforme al propio parecer, y a esto lo llama Pablo «realizados en conformidad y doctrinas de hombres» (Col. 2:23). De esto también habla el Señor en el Evangelio: «Mas en vano me honran, enseñando doctrinas y mandamientos de hombres» (Mat. 15:9).

Por estas razones desechamos tales obras;  pero, por el contrario, aprobamos y recomendamos las obras que correspondan a la voluntad y al mandato de Dios.

Objeto de las buenas obras.

Mas no deben ser hechas con la intención de ganar con ellas la vida eterna. «La dádiva de Dios es vida eterna», como dice el apóstol (Rom. 6:23). Tampoco debemos hacerlas para que la gente se fije en nosotros, cosa que el Señor condena (Mat. 6), ni por afán de ganancia, lo cual él igualmente condena  (Mat. 23), sino para gloria de Dios, para manifestación atractiva de nuestra vocación y para demostrar a Dios nuestra gratitud y para beneficiar a nuestro prójimo. También dice el Señor en el Evangelio: «Que vuestra luz resplandezca delante de los hombres, a fin de que vean vuestras buenas obras y alaben a vuestro Padre que está en los cielos» (Mat. 5:16). Pero igualmente manifiesta el apóstol Pablo al escribir: «Os ruego que andéis como es digno de la vocación con que habéis sido llamados» (Efes. 4:1), y «todo lo que hagáis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por él» (Col. 3:17); «No mire cada uno a lo suyo propio, sino cada cual también a lo de los otros» (Fil. 2:4), y «aprendan asimismo los nuestros a aplicarse en buenas obras para los usos necesarios, para que no sean sin  fruto» (Tito 3:14).

No menospreciar las buenas obras.

  Aunque, como el apóstol Pablo, enseñemos que el hombre es gratuitamente justificado por la fe en Cristo y no por estas o aquellas buenas obras, no pretendemos menospreciarlas o desecharlas; pues sabemos que el hombre ni ha sido creado ni ha nacido de nuevo por la fe para andar inactivo, sino, más bien, para hacer incesantemente lo bueno y beneficioso.

Ya dice el Señor en el Evangelio: «Todo buen árbol da buenos frutos, pero el mal árbol da malos frutos» (Mat. 7:17;1:33). Dice también: «El que está en mí y yo en él, da abundante fruto» (Juan 15:5). Afirma el apóstol: «Porque somos hechura suya, criados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó para que anduviésemos en ellas» (Efs. 2:10), y «El se dio a sí mismo por nosotros para redimimos de toda iniquidad, y limpiar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras» (Tito 2; 14).

No nos salvamos por las buenas obras.

  Nos apartamos, pues, de todos aquellos que desprecian las buenas obras y aseguran neciamente que no es preciso ocuparse de ellas y que no valen para nada. Como ya anteriormente dijimos, no es que pensemos que por las buenas obras viene la salvación o que sean imprescindibles para salvarse, como si sin ellas nadie se hubiese salvado hasta ahora.  Porque queda bien claro que solamente por la gracia y por los beneficios de Cristo somos salvos. Pero las buenas obras tienen que salir necesariamente de la fe. Así, resulta que no en sentido expreso se hable de las buenas obras en conexión con la salvación; porque la salvación se debe expresamente a la gracia. Bien conocidas son las palabras del apóstol: «Y si por gracia, entonces no por las obras: de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por las obras, ya no es gracia;  de otra manera la obra ya  no es obra» (Rom. 11:6).

Las buenas obras agradan a Dios.

  Las obras que hagamos por fe agradan a Dios y él las aprueba; porque los hombres que hacen buenas obras a causa de su fe en Cristo agradan a Dios y también porque, además, son realizadas en virtud del Espíritu Santo por la gracia divina. El santo apóstol Pedro dice: «...de cualquier nación que le teme y obra justicia, se agrada» (Hech. 10:35). Y manifiesta Pablo: «...No cesamos de orar por vosotros y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad... para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda buena obra...» (Col. 1:9 y 10).

Enseñamos las virtudes verdaderas y no las falsas filosóficas.

  Por eso enseñamos celosamente virtudes verdaderas y no falsas y filosóficas, sino obras realmente buenas y los deberes cristianos correspondientes, grabándolos constante y seriamente en la mente de todos. Mas, por otra parte, reprendemos la pereza y la hipocresía de todos aquellos que con la boca alaban y confiesan el evangelio, aunque lo deshonran llevando una vida vergonzosa; los reprendemos, haciéndoles ver las terribles amenazas de Dios contra tales cosas, y, a la vez, las grandes promesas y la generosa recompensa de Dios: De esta manera les amonestamos,  consolamos y reprendemos.

Dios recompensa  nuestras buenas obras.

También enseñamos que Dios recompensa en abundancia a quienes hacen el bien, conforme a la palabra del profeta: «Reprime tu voz del llanto, y tus ojos de las lágrimas; porque salario hay para  tu obra» (Jer. 31:16; Isaías 4). También ha dicho el Señor en el Evangelio: «Gozaos y alegraos; porque vuestra merced es grande  en  los  cielos»  (Mat.  5:12)  y «Cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente en nombre del discípulo, de cierto os digo, que no perderá su recompensa» (Mat. 10:42). Sin embargo, no atribuimos dicha recompensa, que el Señor  concede, a los méritos del recompensado, sino a la bondad, la generosidad y veracidad de Dios, el cual promete y otorga la recompensa, ya que Dios nada debe a nadie. No obstante ha prometido recompensar a sus fieles servidores, y lo hace realmente para que le honren.

Claro está que incluso en las obras de los santos hay mucho que no es dignó de Dios y resulta muy imperfecto. Mas como Dios acepta a quienes hacen el bien y ama cordialmente a los que actúan en nombre de Cristo, paga siempre la recompensa prometida. En otro caso nuestra justicia es comparada a un «trapo de inmundicia» (Isaías 64:6). Pero también dice el Señor en el Evangelio: «Así  también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: Siervos inútiles somos, porque lo que debíamos hacer, hicimos» (Luc. 17:10).

No hay méritos del hombre.

  Al enseñar nosotros que Dios recompensa nuestras buenas obras, decimos como Agustín: Dios no pone una corona a nuestros méritos, sino a sus propios dones. Por eso consideramos la recompensa también como gracia y todavía más como gracia que como galardón, ya que el bien que hacemos es debido a la ayuda de Dios más que a nosotros mismos,  y porque Pablo dice: «¿qué tienes que   no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿de qué te glorías como si nada hubieses recibido?» (1 Cor. 4:7). Es esto la consecuencia  que  saca el  bienaventurado mártir Cipriano: «En ningún aspecto tenemos de qué gloriarnos, pues nada es nuestro.» Nos oponemos, pues, a quienes defienden de tal manera los méritos humanos, que vacían la gracia de Dios.

Artículo 17


LA SANTA, CRISTIANA Y  UNIVERSAL IGLESIA DE DIOS Y LA ÚNICA CABEZA DE LA IGLESIA


La Iglesia siempre ha sido y siempre será.

Desde un principio Dios ha querido que los hombres se salvasen y llegasen al conocimiento de la verdad y por eso siempre ha habido una Iglesia y la seguirá habiendo ahora y hasta el fin de los tiempos, o sea: una Iglesia

¿Qué es la Iglesia?

Un grupo de creyentes llamados y congregados de en medio del mundo, una comunión de los santos, es decir, de quienes por la Palabra y el Espíritu Santo reconocen en Cristo, el Salvador, al Dios verdadero, le adoran debidamente, y en fe participan de todos los  bienes  que  Cristo  ofrece  gratuitamente.

Ciudadanos de una patria.

Todos estos hombres son ciudadanos de una patria, viven bajo el mismo Señor, bajo las mismas leyes y tienen la misma participación en todos los bienes. Así los ha denominado el apóstol: «Ciudadanos con los santos y de la familia de Dios» (Efes. 2:19). Y llama a los creyentes en este mundo «santos» porque son santificados por la sangre del Hijo de Dios (1 Cor. 6:11). A ellos se refiere el artículo del Credo: «Creo una santa, universal  Iglesia cristiana, la comunión de los santos».

En todos los tiempos solamente

  Y dado que siempre hay un solo Dios, sólo un Mediador entre Dios y los hombres, Jesús, el Mesías, un pastor de todo el rebaño, una cabeza de ese cuerpo y, finalmente, un Espíritu, una salvación, una fe y un Testamento o una Alianza, se colige ineludiblemente que también existe una sola Iglesia.

  La llamamos universal. Iglesia cristiana universal porque todo lo abarca, se extiende por todas las partes del mundo y sobre todas las épocas y ni el espacio ni el tiempo la limitan.

La Iglesia cristiana universal.

Se comprende que estemos contra los «donatistas» que pretendían delimitar la Iglesia dentro de un rincón de África. Tampoco aprobamos la doctrina del cJero romano, que considera únicamente la Iglesia Romana como cristiana y universal.

Partes y formas de la Iglesia.

Ciertamente se distinguen en la Iglesia diversas partes o modos de ser; pero no porque se halle en sí misma dividida o desgarrada, sino porque es distinta a causa de la diversidad de sus miembros.

Iglesia  militante e Iglesia triunfante.

Todos ellos constituyen, por una parte, la Iglesia militante y, por otra parte, la Iglesia triunfante. La primera lucha hasta hoy en la tierra contra la carne, el mundo y el príncipe de este mundo —que es el diablo—, el pecado y la muerte.

Pero la segunda, liberada de toda lucha, triunfa en los cielos y, libre de todas las cosas mencionadas, se goza delante de Dios. Sin embargo, ambas guardan juntas una comunión o unión.

Diversas formas de Iglesia.

La Iglesia que milita en la tierra siempre estuvo constituida por numerosas iglesias especiales, pero todas ellas pertenecen a la unidad de la Iglesia cristiana universal: Esta era de otra manera antes de la Ley, bajo los patriarcas; de otra manera bajo Moisés, por la Ley, y también de otra manera a partir de Cristo, por el Evangelio.

El antiguo y nuevo pueblo del Pacto.

Generalmente se diferencia entre dos pueblos distintos: El pueblo de los israelitas y el pueblo de los paganos, distinguiéndose también quienes habiendo sido judíos o paganos fueron unidos en la Iglesia. Y una tercera distinción se hace entre los dos Testamentos: el Antiguo y el  Nuevo  Testamento. 

Una Iglesia formada por ambos pueblos del Pacto.

Sin  embargo, formaban y prosiguen formando todos estos pueblos una sola comunidad, tienen todos una salvación en un Mesías, en el cual como miembros de un cuerpo están unidos todos en la misma fe, gozando del mismo alimento y de la misma bebida espiritual.

  No dejamos de reconocer que en el transcurso de los tiempos ha habido diversas Confesiones referentes al Mesías prometido y al Mesías que ya ha venido al mundo; pero una vez abolida la ley ceremonial la luz resplandece con mayor claridad y nos han sido concedidos también más libertad y más dones.

La Iglesia es la casa del Dios viviente.

  Esa santa Iglesia de Dios es llamadala casa del Dios viviente, edificada con piedras vivas y espirituales y fundada sobre la roca inamovible, sobre el fundamento fuera del cual no puede ponerse otro. Por eso se denomina «columna y apoyo de la verdad» (1 Tim. 3:15).

La Iglesia verdadera no yerra

No yerra mientras se apoye en la roca que es  Cristo y en el  fundamento  de los apóstoles y profetas. Pero nada tiene de extraño que se equivoque tantas veces como abandone a aquél que es la única verdad.

La Iglesia esposa y virgen de Cristo.

También se llama a la Iglesia virgen y esposa de Cristo, y, por cierto, la única y amada. Dice el apóstol: «Os he desposado a un marido, para presentaros como una virgen pura a Cristo» (2 Cor. 11:2).

La Iglesia es el rebaño de Cristo. 

Asimismo, se denomina a la Iglesia rebaño de ovejas con el único pastor, que es Cristo (Ezeq. 34 y Juan 10).

La Iglesia es el cuerpo de Cristo.

Y si  también se llama a la Iglesia cuerpo de Cristo es porque los creyentes son miembros vivientes de Cristo bajo la cabeza de Cristo.

Sólo Cristo es cabeza de la Iglesia

  La cabeza es la parte más importante del cuerpo: El cuerpo vive de ella y por el espíritu de la cabeza es gobernado en todas las cosas, y a la cabeza le debe el progresar y el crecimiento. El cuerpo únicamente tiene una cabeza y a ella está adaptado. Por eso no puede tener la Iglesia otra cabeza que  Cristo. Pues  si la Iglesia es el cuerpo espiritual ha de tener la cabeza espiritual que le corresponde. Y fuera del espíritu de Cristo no puede ser gobernada por otro espíritu. Dice Pablo: «Y él es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia; él, que es el principio, el primogénito de los muertos, para que en todo tenga el primado» (Col. 1:18). También dice el apóstol: «Cristo es cabeza de la Iglesia y él es el que da la salud al cuerpo» (Efes. 5:23). Además; «(Dios) sometió todas las cosas debajo de sus pies, y dióle por cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquél, que llena todas las cosas con todo» (Efes. 1:22 y 23). Asimismo: «Crezcamos en todas las cosas en aquél que es la cabeza, o sea. Cristo: Del cual, todo el cuerpo compuesto y bien ligado entre sí por todas las junturas que entre sí se ayudan, cada miembro, conforme  a su medida, toma aumento del cuerpo para su propia edificación en amor» (Efes. 4:15 v 16).

Cristo es el único pastor supremo de la Iglesia.

  Desaprobamos por esta razón la doctrina del cJero romano, que de su papa romano hace un pastor universal y la cabeza dirigente, e incluso vicario de Cristo en la Iglesia universal militante, añadiendo que el papa dispone de la plenitud del poder y de la suprema soberanía en la Iglesia.

  Lo que nosotros enseñamos es que Cristo es el Señor y queda como único pastor supremo del mundo. Como Sumo Sacerdote cumple él ante Dios, el Padre, y en la Iglesia cualquier ministerio sacerdotal y pastoral hasta el final de los tiempos.

¿Un vicario de Cristo?

  Por eso no precisa de ningún vicario, solamente necesario para representar a alguien que esté ausente. Pero Cristo está presente en la Iglesia y es la cabeza que le da vida. A sus apóstoles y a los seguidores de éstos les ha prohibido terminantemente introducir categorías y señorío en la Iglesia.

En la Iglesia no hay «jerarquías» dirigentes.

¿Y quién no ve que aquellos que se oponen a la clara verdad tercamente y quieren introducir otra clase de gobierno en la Iglesia cuentan entre los que los apóstoles de Cristo profetizan en contra.  Por ejemplo: Pedro en 2 Pedro 2:1 sgs; Pablo en Hech. 20:29 sgs.; 2 Cor. 11:3 sgs.; 2 Tes. 2:3 sgs., y también en otros pasajes?

  Con nuestra renuncia al primado romano no causamos ni desorden ni confusión en la Iglesia, toda vez que enseñamos que el modo tradicional de dirigir la Iglesia según los apóstoles basta para que en ella reine el orden debido.

No ha habido desorden en la Iglesia.

Al principio, cuando aún no existía ninguna cabeza «romana» para —como se dice hoy— mantener el orden en la Iglesia, ésta no carecía de orden ni de disciplina. La cabeza «romana» desea en realidad ejercer su soberanía propia y conservar las situaciones no gratas que se han introducido en la Iglesia; pero está impidiendo y combatiendo la justa reforma de la Iglesia e intenta engañarla valiéndose de todos los medios posibles.

Contiendas y divisiones en la Iglesia.

Se nos reprocha que en nuestras iglesias  hay contiendas  y  disensiones  desde que se separaron de la Iglesia romana. Y de ello deducen que no se trata de verdaderas iglesias. ¡Como si en la Iglesia romana no hubiese habido nunca sectas ni diferencias de opinión y contiendas, precisamente en cuestiones de fe, cuestiones no solamente manifestadas desde el pulpito, sino que también en medio del pueblo! Reconocemos, claro está, que el apóstol ha dicho:  «Dios no es Dios de disensión, sino de paz» (1 Cor. 14:33) y, también: «Si entre vosotros hay celos y riñas, ¿no es eso señal de que sois carnales?» A la vez, es innegable que Dios ha actuado en la iglesia apostólica y que esta es la verdadera Iglesia..., aunque también en ella hubo contiendas y disensiones. Por ejemplo:  El apóstol Pablo reprende al apóstol Pedro, o Pablo y Bernabé, en una ocasión, se muestran en desacuerdo (Gal. 2:11 sgs.). En la iglesia de Antioquía surgieron serias disputas entre personas que predicaban al mismo y único Cristo, según nos cuenta Lucas (Hech. 15). En la Iglesia siempre han existido luchas serias, y prominentes maestros de ella estaban, a veces, en desacuerdo no por cuestiones fútiles: Y sin embargo la Iglesia jamás dejó de ser lo que era. Y es que a Dios le place que para gloria de su nombre haya discusiones eclesiásticas, a fin de que, finalmente, la verdad resplandezca y, también, se manifiesten los verdaderos creyentes.

Señales y características de la verdadera Iglesia.

Así como no reconocemos ninguna otra cabeza de la Iglesia que Cristo, tampoco reconocemos cualquier iglesia que se proclame a sí misma como «verdadera» Iglesia.  Pero  enseñamos  que  la  verdadera Iglesia es aquella donde se encuentren las características de la Iglesia verdadera: Sobre todo la justificada y pura predicación de la Palabra de Dios como nos ha sido transmitida en los libros de los profetas y los apóstoles, los cuales,  sin excepción,  nos llevan a Cristo, que ha dicho en el Evangelio: «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen; y yo les doy vida eterna... Mas al extraño no seguirán, sino que huirán de él; porque no conocen la voz de los extraños» (Juan 10:27-28). Si en la Iglesia hay dicha clase de personas, éstas tienen una fe, un Espíritu y adoran solamente a un Dios, al cual adoran en espíritu y en verdad; le aman, sólo a él, con todo su corazón y con todas sus fuerzas; le invocan, sólo a él, por Cristo, el único Mediador y abogado, y fuera de Cristo y de la fe en Cristo no buscan ninguna otra justicia y ninguna otra vida. Y porque reconocen solamente a Cristo por cabeza y fundamento de la Iglesia, estando sobre este fundamento se renuevan cada día mediante el arrepentimiento, llevan con paciencia la cruz que les ha sido impuesta, pero están unidas con todos los miembros de Cristo por sincero amor y demuestran que son discípulos de Jesús en tanto permanecen unidos por el vínculo de la paz y de la santa unidad.

  Al mismo tiempo, participan de los sacramentos instituidos por Cristo y que nos han legado los apóstoles y usan de los sacramentos como los han recibido del Señor. Todos conocen las palabras del apóstol:  «Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado» (1.- Cor 11:23).

  De aquí que, como extrañas a la verdadera Iglesia de Cristo, desechemos a aquellas iglesias, que no son como debieran ser, conforme a lo que acabamos de oír, y ya pueden enorgullecerse de la continuidad ininterrumpida de sus obispos, su unidad y su antigüedad. Con meridiana claridad nos enseñan los apóstoles a rehuir la idolatría y Babilonia sin guardar ninguna comunión con ellas so pena de ser castigados por Dios (1.a Cor. 10:14;  1 Juan 5:21; Apoc. 18:4; 2 Cor. 6:14 sgs.).

Fuera de la Iglesia no hay salvación.

  Tan alta tasamos la comunión con la verdadera Iglesia, que afirmamos que nadie puede vivir ante Dios si no cuida de mantener comunión con la verdadera Iglesia, sino que se aparta de ella. Así como fuera del Arca de Noé no había salvación cuando la humanidad pereció en el Diluvio, creemos que fuera de Cristo no hay salvación segura, ya que él se ofrece a los elegidos en la Iglesia para que gocen de él. Por eso enseñamos que quien quiera vivir no debe apartarse de la Iglesia verdadera.

La Iglesia no está incondicionalmente sujeta a sus características.

  Sin embargo, no limitamos la Iglesia tan estrechamente a las características mencionadas; no enseñamos que estén fuera de la Iglesia todos los que continuamente no participan de los sacramentos, pero no es por desprecio, sino que por razones de fuerza mayor e ineludibles no usan de los sacramentos y los echan de menos. Tampoco excluimos a aquellos, cuya fe a veces se enfría o incluso se apaga por completo o, más tarde, deja de existir. Tampoco excluimos a quienes acusan debilidades, defectos o errores. Sabemos que Dios ha tenido en el mundo algunos amigos no pertenecientes al pueblo de Israel. Sabemos lo que sucedió con el pueblo de Dios en la cautividad babilónica, donde durante setenta años tuvo que prescindir de su culto sacrificial. Sabemos lo acontecido al santo apóstol Pedro cuando negó al Señor e igualmente conocemos lo que a diario suele suceder a los creyentes en Dios elegidos y cómo yerran y se muestran débiles. Sabemos, además,  cómo eran en tiempos apostólicos las iglesias de Galacia y Corinto, a las que el apóstol Pablo acusa de graves delitos y, no obstante, les llama santas iglesias de Cristo.

La Iglesia, a veces aparentemente eliminada.

     Pero, a veces, hasta llegar a suceder que Dios, actuando como juez insobornable consiente en que la verdad de su palabra, la fe cristiana común a todos y la debida adoración que a El se le debe, se vean oscurecidas y destruidas; y entonces casi parece como si se acabase la Iglesia y nada vaya a quedar de ella. Así lo vemos recordando los tiempos de Elías y también otros tiempos: Pero en este mundo y tales tiempos oscuros Dios pro sigue teniendo sus verdaderos adoradores, que no son pocos, por cierto, sino siete mil y aún más (1 Reyes  19:18;  Apoc. 7:3 sgs.). También exclama el apóstol: «Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello:  «Conoce el Señor a los que son suyos, etc.» (2 Ti. 2:19).  

   Por eso bien puede ser llamada «invisible» la Iglesia; no porque quienes en ella están congregados sean invisibles, sino porque se oculta a nuestros ojos y solamente Dios la conoce, de modo que el juicio humano muchas veces resulta completamente desacertado.

No todos los que están en la Iglesia pertenecen a la verdadera iglesia.

Por otro lado, no todos los que cuentan numéricamente en la Iglesia son miembros vivos y verdaderos de ella. Pues hay muchos hipócritas, que visiblemente oyen la palabra de Dios y públicamente reciben los sacramentos; en apariencia invocan sólo en nombre de Cristo a Dios y confiesan que Cristo es su única justicia, como si adorasen a Dios, cumpliesen sus  deberes cristianos de caridad y tuviesen paciencia para recibir las desdichas. En realidad, carecen interiormente de la verdadera iluminación del Espíritu Santo, carecen de fe, de un corazón sincero y de constancia hasta el final. Pero tarde o temprano tales gentes resultan desenmascaradas. «Salieron de nosotros, mas no eran de nosotros; porque si hubieran sido de nosotros, ciertamente habrían permanecido con nosotros», dice el apóstol Juan  (I." Juan 2:19). Se les considera pertenecientes a la Iglesia; pero mientras parecen ser piadosos no pertenecen realmente a la Iglesia, aunque estén en ella. Se asemejan a quienes traicionan al Estado, antes de ser descubiertos y, no obstante, se les cuenta entre los ciudadanos. Son como la cizaña y el tamo entre el trigo o, también, parecidos a bultos y tumores que se hallan en un cuerpo sano, aunque, en realidad, antes son manifestaciones y deformidades enfermizas que verdaderos miembros del cuerpo.

Por ser esto así, se compara, con razón, la Iglesia con una red que atrapa toda clase de peces y con un campo en que la zizaña y el trigo crecen conjuntamente (Mat. 13:47 ss;  13:24 ss).

No juzgar prematuramente..

Guardémonos, pues, de juzgar antes de tiempo, excluyendo o condenando o excomulgando a quienes el Señor no quiere sean excluidos o excomulgados, o sea, a quienes no podemos apartar sin hacer peligrar a la Iglesia. Por otra parte, hay que andar vigilantes, a fin de que los impíos, mientras los piadosos duermen, no progresen y así dañen a la Iglesia.

Con todo empeño enseñamos también la necesidad de considerar en qué consisten, ante todo, la verdad y la unidad de la Iglesia, con el fin de no causar divisiones imprudentemente y favorecerlas en la Iglesia.

La unidad de la Iglesia no consiste en que usos y costumbres sean iguales.

La unidad de la Iglesia no radica en las ceremonias extemas y en los usos cultuales, sino, sobre todo, en la verdad y unidad de la fe cristiana universal. Pero esta fe no nos ha sido legada por preceptos humanos, sino por las Sagradas Escrituras, cuyo compendio es el Credo Apostólico. Por eso leemos que  entre los antiguos cristianos existían diferencias con respecto a los usos cúlticos, lo cual constituía una libre variedad, sin que nadie pensase que ello podría dar jamás lugar a la disolución de la Iglesia.

Decimos, por lo tanto, que la verdadera unidad de la Iglesia consiste en las doctrinas sobre la fe, en la verdadera y misma predicación del evangelio de Cristo, sí como también en los usos cultuales prescritos expresamente por el Señor mismo. Esto nos mueve a acentuar de una manera especial las palabras del apóstol, cuando dice: «Así que todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos: y si otra cosa sentís, esto también os lo revelará Dios. Empero en aquello a que hemos llegado, sigamos la misma regla, sintamos una misma cosa» (Pil. 3:15 y 16).



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