La paradoja de la fe

por Claudio Garrido Sepúlveda

Génesis 22:1-18
Hebreos 11:1

Introducción:
Paradoja: aparente contradicción entre dos ideas opuestas.
Ejemplos:- “bajo el césped más verde se esconden orugas”.
- “lo que el árbol tiene de florido vive gracias a lo sepultado”.

En la Biblia, la paradoja es una de las figuras retóricas que más se repite. Sólo daré dos ejemplos:
-“el pecado de las cosas santas” (Éxodo 28:38).
Hay una aparente contradicción: ¿cómo algo santo va a tener pecado? pero no hay problema, significa que nuestro servicio puede estar lleno de vanidad, irreverencia, frialdad, vanagloria, autosuficiencia. O bien que nuestros deseos de santidad pueden estar manchados de malas motivaciones.
-“Bienaventurados los que lloran” (Mateo 5:4).
¿Cómo alguien va a ser feliz si llora?

La mayor de todas las paradojas es la fe (Hebreos 11:1).
-¿Cómo va a tener sustancia o materia mi esperanza? Es como decir: la esperanza está compuesta de la materia “fe”.
-¿Cómo puedo demostrar lo que es invisible?
En ambas definiciones hay aparentes contradicciones, pero lejos de ser un error, hay una gran enseñanza oculta.

Exposición:
Al comienzo leíamos un relato bastante repetitivo y conocido: Dios prueba a Abraham a sacrificar a Isaac, su hijo. De Abraham, sabemos casi de memoria que fue el “padre de la fe”, pero pareciera que ponemos más énfasis en el epíteto que en la grandeza de la fe con que Abraham creyó a Dios. A lo largo de la historia, ha habido quien fue grande a causa de su fuerza, a causa de su esperanza, a causa de su sabiduría, a causa de su amor; pero Abraham fue todavía más grande que todos ellos; grande porque poseyó esa energía cuya fuerza es debilidad, grande por su esperanza cuya apariencia es absurda, grande porque tuvo esa sabiduría cuyo secreto es locura a los que se pierden, grande a causa de un amor que pareció odio a sí mismo.
Por la fe Abraham abandonó el país de sus antepasados y fue extranjero en la tierra que Dios le indicó. Al momento de salir dejaba algo tras él y también llevaba algo consigo: tras él dejaba su razón, consigo se llevaba su fe. De otro modo nunca hubiera partido pues le parecería algo absurdo. Peor por fe salió de Ur de los Caldeos, no necesitaba saber a dónde iba, pues confiaba que Dios le guiaba. Muchos de nosotros nos preguntamos ¿Cuál es la voluntad de Dios para mí? Pero no necesitamos saber la meta final si confiamos que Dios está guiando nuestra próxima decisión.
Abraham no encontró nada que le trajera recuerdos queridos, antes bien, la novedad y extrañeza de las cosas le producía decaimiento, melancólica nostalgia. Y sin embargo era el elegido de Dios; en él, Dios tenía toda su complacencia.
Gracias a su fe Dios prometió a Abraham que en su simiente o semilla serían benditos en él todos los linajes o naciones de la tierra, pero Sara era estéril, no tenían hijos, y Abraham seguía creyendo. Pasaba el tiempo y la posibilidad de tener hijos de hizo absurda, pero Abraham continuó en su fe. Seguía pasando el tiempo, pero Abraham no se dedicaba a contar los días lleno de afán; ni dirigía miradas escrutadoras a Sara para descubrir si iba envejeciendo; ni detuvo la carreta del sol para evitar que Sara siguiera envejeciendo. Abraham se hizo anciano y Sara quedó expuesta al ridículo, y sin embargo ¡era el elegido de Dios!, ¡el heredero de la promesa de que todas las naciones serían benditas en su simiente!.
Es cierto que Moisés consiguió agua luego de herir dos veces la piedra; peor como no creyó, no pudo entrar a la tierra prometida. Abraham, en cambio, aceptó con fe la plenitud de la promesa y todo sucedió según la promesa y según la fe. Entonces hubo júbilo en la casa de Abraham y Sara se desposó en el día de sus bodas de oro. Nace Isaac cuando Abraham tenía cien años, un siglo de vida. Sin embargo esta alegría no iba a durar mucho tiempo: Abraham sería probado de nuevo.
“Tentó (probó) Dios a Abraham, y le dijo: toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré”. ¡Así que todo había sido en vano, y más terrible que si nunca hubiera nacido Isaac!, ¿así, pues, se burlaba el Señor de Abraham?. Que Sara concibiera un hijo en su vejez era algo absurdo, pero así ocurrió, milagrosamente. Y ahora Dios quería aniquilar su obra. Era una locura, pero esta vez los padres no rieron, como lo habían hecho cuando se les anunció la promesa. Todo había sido en vano: treinta años de esperanza fiel y apenas unos años de alegría en ver cumplida la promesa en Isaac.
¿Pero quién es Ése que le arranca el bastó al anciano?, ¿quién es Ése que le exige quebrarlo con sus propias manos?, ¿quién es Ése que deja sin consuelo a pobre hombre de cabeza cana?, ¿quién es Ése que le exige consumar con sus propias manos el sacrificio de Isaac?... Y sin embargo, ¡Abraham era el elegido de Dios!, ¡en él Dios tenía toda su complacencia!, ¡en su simiente serían benditas todas las naciones!... pero el punto, es que era Dios mismo quien así probaba a Abraham.
Ante semejante prueba Abraham respondió “¡heme aquí!”. En contraste tremendo, nosotros respondemos, “¡por qué, Señor!”. Abraham creyó; no dudó y creyó en lo absurdo. ¿Qué hacemos nosotros cuando lo que Dios hace no tiene sentido?
Algunos ejemplos:
1.Tras semanas de trabajo y oración se realiza una campaña evangelística en la iglesia; el predicador también se prepara con humilde dependencia de Dios pero no se convierte ningún alma a Cristo. ¿Por qué, Señor?
2.Una dueña de casa ora durante años para que su esposo no cristiano sea tocado por Dios y reciba a Cristo, pero no ve el fruto de su espera. ¿Por qué, señor?
3.Cinco jóvenes dejan sus hogares, comodidades, títulos y trabajos profesionales, para servir al Señor en un la evangelización de los Aucas; un pueblo indígena al que nunca nadie ha podido penetrar. Todos sus encuentros amistosos, el estudio del idioma, el intercambio de regalos, la construcción de estaciones, etc., se ven paradojalmente compensados con las lanzas de los Aucas, que acaban con la vida de los misioneros. Cómo no preguntar ¿por qué, Señor?...

Ciertamente la fe es creer lo que Dios dice porque Él lo dice, pero ¿qué sucede cuando lo que Dios dice aparentemente no tiene sentido?
Algunos ejemplos:
1.un trabajador creyente es absorbido por los horarios estrictos de su empleo; su vida se reduce a una extensa rutina diaria, y a un mínimo descanso nocturno. Cuando pareciera que no podrá seguir a causa de tanta presión y estrés lee las palabras de Jesús “la paz os dejo, mi paz os doy”. ¿Cómo creer a esta promesa?
2.Un joven cristiano fiel, llega de la iglesia a su casa y se encuentra con una familia llena de discusiones y problemas, donde el amor y la paz no existen. Y Dios dice “cree en el señor Jesucristo y serás salvo tú y tu casa”. ¿Cómo creer a esta promesa?
3.Alguien lee las palabras de Jesús “bienaventurados los que lloran” y está pasando por una crisis emocional insufrible, por una angustia y desánimo insoportables. ¿Cómo creer estas palabras?...

Es fácil creer que mañana Dios proveerá alimentos, cuando las leyes de la lógica me dicen que el dinero me alcanza para toda la semana. Pero otra cosa es creer a Dios cuando lo que hace no tiene sentido razonable. A menudo cantamos con alegría el corito que dice “todas la cosas hermosas vienen del trono de Dios”, ante esto, el profeta Jeremías nos increpa diciendo: “¿De la boca del Altísimo no saldrá bueno y malo?” (Lamentaciones 3:38). Y nosotros, cuando desde lejos vimos acercarse los fatales infortunios, ¿acaso fuimos capaces de alabar con la misma alegría a Dios por su perfecta y agradable voluntad?

Cada vez que referimos la historia de Abraham, nos imaginamos que los hechos sucedieron con la misma rapidez con que los narramos. Pareciera que nuestro caballo tiene alas; en una abrir y cerrar de ojos nos coloca en el monte Moriah, y ese mismo instante descubrimos el carnero que ocupó el lugar de Isaac. Pero olvidamos que la cabalgadura de Abraham era un simple asno. El viaje requirió tres días y buena parte del cuarto; y esos tres días y medio transcurrieron con mayor lentitud que los milenios que nos separan del patriarca. Luego hizo falta un tiempo preciso para recoger la leña, para atar a Isaac y para afilar el cuchillo.
Ha habido muchos padres que perdieron a su hijo, pero en tales casos fue la mano de Dios, la voluntad insondable del Todopoderoso, la que se los arrebató. A Abraham no le ocurrió así: le estaba destinada una prueba mucho más dura, y tanto la suerte de Isaac como el cuchillo estaban en su mano. ¡Y allí se alistaba el viejo aquel, a solas con su única esperanza! pero no dudó, no provocó al Cielo con sus súplicas, no trato de enternecer al Señor. Doce hijos tuvo Jacob y amó sólo a uno; Abraham no tenía sino uno solo: aquel quien tanto amaba. Él sabía que el Todopoderoso lo estaba sometiendo a prueba, sabía que aquel sacrificio era el más difícil que se le podía pedir; pero también sabía que no hay sacrificio demasiado duro cuando es Dios quien lo exige, y levantó el cuchillo…

¿Qué nos está pidiendo Dios que llevemos al altar?...
Tal vez la prueba o sacrificio ni siquiera requiere un gran esfuerzo físico; tal vez lo único que Dios espera es que confíes en Él aun cuando creer parezca algo absurdo. Seguramente Dios no nos pide enalbardar un asno, a lo mejor sólo espera que creamos que no estamos solos, que Dios está conmigo, aun cuando amigos y familiares parecieran abandonarme. Ni siquiera tenemos que afilar nuestro cuchillo, sólo se trata de creer que soy especial para Dios aun cuando siento el desprecio de mis pares. Tampoco tenemos que juntar leña para el sacrificio, tan sólo se trata de creer que soy un bienaventurado aun cuando mi vida se ha reducido a lágrimas y lamentaciones.

Curiosamente dos mil años más tarde, en Moriah, el mismo lugar donde Dios prueba a Abraham, moriría Jesucristo por los pecados de cada uno. Lo único que Abraham tuvo que hacer para recibir la plenitud de la promesa fue creer; del mismo modo, lo único que tenemos que hacer para ser salvos es creer que Jesús murió por nuestros pecados. Muchos se empeñan en hacer méritos para salvarse pero “cualquiera que quisiere salvar su vida, la perderá; y cualquiera que perdiere su vida por causa de mí (dice Jesús), éste la salvará”. Otra vez la paradoja de la fe: en la batalla de la salvación la victoria no se conquista luchando sino rindiéndose. Podemos beber toda el agua de un mar pero jamás seremos saciados. De igual manera, nuestras obras jamás limpiarán nuestros pecados; paradójicamente, es en la rendición al Señorío de Cristo cuando somos perdonados y salvados.
Este principio trasciende el tema de la salvación y permea los detalles más pequeños de la vida cristiana:
-¿Queremos un avivamiento en nuestra alma? Podemos concentrar todo nuestro esfuerzo en experimentar un avivamiento, pero jamás lo lograremos si antes no hemos sido quebrantados.
-¿Queremos experimentar una genuina libertad? Paradojalmente, una vida libertina nos llevará a la esclavitud en el pecado. Es en la medida que sometemos nuestra voluntad a los pies de Cristo cuando somos auténticamente libres para hacer lo bueno, sin pecar y ser inmensamente felices.
-¿Queremos tomar una buena decisión? Curiosamente, la mejor será la no-decisión, aquella en que Dios elige, no sus siervos.

Los cristianos, tenemos una sabiduría que consiste en locura a los que se pierden; tenemos una potencia que paradojalmente comienza en el instante que reconozco mi flaqueza y bajeza ante Dios; tenemos un amor, que cuando se trata de darlo a Dios pareciera consistir en odiarnos a nosotros mismos.
¿Pero qué mente es capaz de entender todas estas cosas? Si aparentemente Dios nos demanda tareas sin sentido. La respuesta está en la fe, en la paradoja de la fe.
Seguramente para muchos la acción de Abraham fue una locura, pero en esa locura, fue el más sabio de todos, pues creyó a Dios. Con humilde resignación y confianza plena en la voluntad de Dios, el padre de la fe dio por perdida la risa, dio por perdido a Isaac. Pero en esa renuncia lo ganó todo y vio cumplida con creces la plenitud de la promesa. Salomón nos dice frente a esto: “Echa tu pan sobre las aguas; que después de muchos días lo hallarás” (Eclesiastés 11:1). Abraham no dudó en arrojar su único pan, y nosotros, que muchas veces no queremos perder pan ni pedazo ¿qué haremos?

Conclusión:
Cuando se aproxima la prueba y empaña nuestros ojos con lágrimas, nos resulta casi imposible ver las cosas con claridad y pareciera que lo que Dios hace no tiene sentido. Es allí cuando debemos dar un salto de fe, a ojos cerrados, y Dios mismo enjugará nuestras lágrimas.

por Claudio Garrido Sepúlveda
desgarrido@hotmail.com
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